¿Por qué perdimos la Guerra de 1.914?


El Arte de la Estrategia

¿Por qué perdimos la Guerra de 1.914?


TCOL. AVIACIÓN D. CARLOS MESTRE BAREA. EJERCITO DEL AIRE DE ESPAÑA

Publicado en la Revista de Aeronáutica y Astronáutica, en abril de 2.001. (antes de los sucesos del 11-S)
Hace poco más de 15 años los expertos militares pensaban que la revolución tecnológica en el campo militar dejaría a las naciones en desarrollo, como la nuestra, imposibilitadas para oponerse a las potencias tecnológicas. Los expertos occidentales al final del siglo XX, pensaban que la ciencia y la tecnología jugarían el papel decisivo.
Las imaginaban a gran distancia de sus territorios nacionales y hablaban de ‘ciber-guerras’ y de ‘guerras de la información’ contra enemigos muy inferiores tecnológicamente. Y una vez más, los occidentales, daban por supuesto que sus potenciales enemigos aceptarían su interpretación de lo que es la ‘revolución tecnológica’.

Los enemigos del mundo occidental al comienzo del siglo XXI se convirtieron en enemigos, precisamente, porque no compartían los valores de esa civilización corrupta, ni tampoco su visión filosófica de la humanidad. Tanto el final del siglo XX como el comienzo del siglo XXI vio la emergencia de lo que el historiador británico John Keegan llamó las ‘sociedades de guerreros’.

Los occidentales empezaron a darse cuenta durante los últimos años, de quienes eran sus verdaderos enemigos: sociedades que no se comportan de acuerdo a lo que los esquemas occidentales establecen como racional, que son capaces de atrocidades difíciles de describir con simples palabras y que no les importa sacrificar a muchos de los suyos, incluidos los niños, con tal de que sobrevivan determinadas ideas religiosas o políticas.

Demasiados occidentales daban por asumido que estas sociedades de guerreros, carecían de la sofisticación necesaria para integrar las nuevas tecnologías en una doctrina militar que pudiera derrotar a Occidente. La ‘cibernética’, que es la base de la revolución tecnológica, no requiere una infraestructura tan complicada como la necesaria para producir las tradicionales máquinas de guerra, barcos, aviones o tanques. Con plataformas como esas, el poder militar de Occidente dominaba el mundo.

La tecnología de la información, sin embargo, ha cambiado radicalmente todo eso ya que su utilización requiere potencial humano, el cual usando ordenadores comerciales simples y baratos, puede llevar a cabo los desarrollos tecnológicos necesarios.
Además, con la filosofía monetarista de los logistas occidentales que patrocina el acudir cada vez más a los canales comerciales normales para pertrechar a sus ejércitos, nosotros podemos adquirir los mismos productos en mercados internacionales, y muchas veces más rápido que lo puedan hacer las democracias occidentales a través de los burocráticos canales que las leyes de contratos les obligan a seguir.

Aunque los occidentales proclamaban que la tecnología de la información les permitiría introducirse en el ‘proceso de la decisión’ del enemigo, lo realmente irónico es que fuimos nosotros quienes nos metimos en sus ‘procesos de adquisición’ ya que éramos capaces de adquirir sistemas nuevos, antes incluso de que ellos hubiesen comprado los suyos, que en ocasiones estaban ya obsoletos en el momento de concluir sus larguísimos programas de adquisición.

Los occidentales también subestimaron los efectos del rápido bajón de los ciber-precios, puesto que en el año 2.000 ya podíamos comprar chips de silicio a 100 $ y con la misma potencia de cálculo que tenían los supercomputadores de 320 millones $ de los sistemas de defensa, al principio de la década de los 90.
De esta manera, muchos de los mecanismos utilizados en nuestros sistemas de comunicaciones, por ejemplo, resultaban tan baratos y miniaturizados que se podían hacer mil veces redundantes. Era prácticamente imposible que un ciber-asalto pudiera eliminar todos los sistemas a la vez.
Y para mayor desgracia de nuestros enemigos, el gran desarrollo del software disminuyó la demanda de especialistas altamente cualificados necesarios para operar los complejos sistemas de armas existentes.

Así que soldados con una preparación técnica muy escasa podían convertirse rápidamente en operadores eficaces de los nuevos sistemas. Gracias al Altísimo, el microchip terminó con la ventaja en información y entrenamiento que habían disfrutado los soldados occidentales hasta entonces.

En cualquier caso, decidimos no preocuparnos demasiado si no éramos capaces, en cada momento concreto, de hacer frente a alguna nueva sorpresa tecnológica de los occidentales. Hoy estamos seguros de que la dependencia de los ciber-sistemas no es una potencialidad absoluta. Las organizaciones tecnológicamente avanzadas son más vulnerables a la guerra de la información simplemente porque son dependientes precisamente de esa información. Por ejemplo, nosotros vemos la globalización tecnológica del mundo de la prensa, radio, y TV como una nueva manera de hacer nuestra Guerra Santa.

Al terminar la primera década del siglo XXI, las agencias internacionales de noticias dejaron de ser dependientes de los gobiernos a la hora de producir las noticias en la zona de conflicto ya que disponían de medios propios de comunicación muy avanzadas tecnológicamente. La seguridad en las operaciones militares se hizo casi imposible puesto que los potentes grupos económicos que dominaban el mundo de la información periodística lanzaron satélites de comunicaciones y de observación e incluso sus propios UAVs reconocimiento para transmitir en tiempo real escenas del campo de batalla.

Esta enorme cantidad de información estaba, por supuesto, disponible para cualquiera, incluidos nosotros. No teníamos, por tanto, necesidad de construir satélites costosos o incluso pagar a espías; en su lugar utilizábamos el libre flujo de datos que navegaba por Internet, ya que las democráticas leyes occidentales del derecho a la información hacían imposible el consenso político necesario para interferir el trabajo de los medios.
De hecho, la tecnología ha hecho posible la ‘igualdad en la información’ más que el ‘dominio de la información’ que era lo que patrocinaba la revolución tecnológica militar de finales del siglo XX.

Nos dimos cuenta de que los cambios tecnológicos tan radicales que se habían producido en los medios, nos permitían desarrollar una estrategia que explotaba el miedo de los occidentales a las bajas en los conflictos militares. Esta sensibilidad exquisita a la hora de usar la fuerza contra la barbarie, hacía posible que adversarios muy inferiores tecnológicamente pudieran derrotar a superpotencias. Como ejemplo podemos señalar que la muerte de 18 soldados americanos en Somalia, seguida por las escenas de TV del cuerpo de uno de esos soldados arrastrado por las calles de Mogadiscio, causó tal protesta entre el público americano que forzó a las autoridades a limitar sus objetivos políticos.

De la misma forma el temor reverencial a las muertes tanto propias, como del enemigo, hizo que las intervenciones occidentales contra los genocidios en Bosnia y en la antigua Yugoslavia estuvieran llenas de limitaciones que proporcionaron grandes ventajas operativas a sus adversarios.

De esta manera, el intentar capitalizar el poder de los medios (principalmente la TV) se convirtió en parte de nuestra estrategia, haciendo la guerra de la manera más brutal y despiadada posible para influenciar de esta forma a los líderes políticos al exponer esa brutalidad ante los ojos de sus ciudadanos.
Esta estrategia casaba muy bien con nuestra manera de ser como nación. Los países como el nuestro, organizados socialmente sobre la base de unas poderosísimas corrientes étnicas, religiosas o culturales y con frecuencia dotadas de unas potentes fuerzas de seguridad, son mucho más resistentes a las vacilaciones de la opinión pública que las pluralistas democracias occidentales.

Nuestra estrategia fue hacer una guerra tan psicológicamente costosa para los ciudadanos occidentales que sus gobiernos perdieran la voluntad de vencer. Para hacer eso, por supuesto que no nos considerábamos obligados a seguir las decadentes y restrictivas ideas occidentales sobre legalidad y moralidad.
Lo que ellos llaman ‘Leyes de la Guerra’ o ‘Derecho Humanitario de los Conflictos Armados’ fue concebido para mantener a nuestra gente en la opresión desde la I Guerra Mundial. Además, este tipo de leyes no ha sido nunca disuasivo porque no ha existido la convicción profunda de hacerlas cumplir hasta sus últimas consecuencias.

La revolución tecnológica, por tanto, no hizo a la guerra menos cruenta; la guerra nunca fue el intercambio, caballeresco e inocuo, de ondas electromagnéticas que algunos habían pronosticado.
Por el contrario, con nuestra estrategia se convirtió en mucho más brutal que nunca, por lo menos a los ojos de los ciudadanos occidentales que ahora eran capaces, desde sus casas, de meterse dentro del campo de batalla, gracias a los nuevos sistemas de comunicaciones utilizados por las agencias de noticias. Las familias, desde el sofá de su sala de TV podían ver y escuchar en directo, cómo sus seres queridos morían en los combates.

El horror de tales experiencias hizo saltar por los aires las predicciones que habían hecho los entusiastas ciber-profetas sobre los conflictos ‘no- letales’ o ‘quirúrgicos’ que se avecinaban. Esperábamos que los occidentales llevarían a cabo esta supuesta ‘guerra sin sangre’, asaltándonos desde gran distancia con sus ciber-armas.
Teníamos claro que no podríamos parar sus sofisticadas máquinas aéreas y que éstas serían capaces de golpear en cualquier punto de nuestra geografía. Los ataques aéreos capaces de colapsar los servicios públicos de una nación es posible que puedan disuadir a pueblos como ellos, pero jamás a nuestro pueblo, acostumbrado, como está, a los mayores sufrimientos y penalidades.

Tratando de buscar una manera eficaz de proteger nuestras instalaciones más valiosas, examinamos de nuevo la historia y encontramos el ejemplo del conflicto de Bosnia en los 90, cuando las tropas servias contuvieron con éxito el poder aéreo de la OTAN utilizando observadores de la ONU como escudos humanos.

Por tanto, la toma de rehenes se convirtió en elemento fundamental de nuestra doctrina militar y de esa forma, mostrándolos descaradamente ante la prensa y la TV mundial, encadenamos a los prisioneros a instalaciones vitales, tanques, vehículos militares e incluso los hicimos subir a nuestros aviones de transporte y helicópteros.

Puesto que éramos conscientes de que los enormes prejuicios morales de la cultura occidental complicarían extraordinariamente sus esfuerzos para atacarnos, integramos totalmente nuestra infraestructura militar dentro de áreas civiles. De esa forma, enterramos nuestros centros logísticos y de mando y control debajo de escuelas, hospitales, bloques de viviendas e incluso en lugares religiosos o campos de prisioneros.

Constantemente buscábamos nuevas e imaginativas maneras de transformar nuestras debilidades tecnológicas en potencialidades decisivas. Con material y expertos de países hostiles a los occidentales y con la ayuda de mafias de la antigua Unión Soviética, fuimos capaces de construir una bomba nuclear en el año 2.010.
Sin embargo, en ese momento todavía no disponíamos de un vector de lanzamiento capaz de sobrepasar el sistema de defensa de misiles de teatro que los americanos ponían a disposición de las potencias occidentales.
Pero al fin encontramos una manera de utilizar nuestra arma nuclear contra nuestros enemigos. Veo en muchos de vosotros caras de sorpresa. Sí es verdad, nuestra Gran Ciudad fue destruida por un ataque atómico que mató a 30.000 de los nuestros. Pero amigos míos, no fue un arma occidental la que explotó. ¡Fue la nuestra!.

Lo explicaré. En una cultura de guerreros, nada resulta más glorioso que morir en la batalla. Para nosotros, como para otras gentes no occidentales, el martirio y la autoinmolación son valores culturales más importantes que la propia vida. Por eso proporcionamos a nuestra propia gente el honor de morir por la Causa. Inmediatamente después del comienzo de la guerra, colocamos un artefacto nuclear en nuestra Ciudad, escondido en una ambulancia (protegida, por supuesto, de los ataques aéreos por su cruz roja pintada en el techo).
Después, indujimos a los occidentales a atacarnos ya que construimos una planta de productos para la guerra química y bacteriológica, justo en el corazón de nuestra Ciudad y de tal manera que fuera relativamente fácil, para sus satélites espías, el descubrirla.
Les dimos la oportunidad a algunos periodistas elegidos de que retransmitieran en directo el raid aéreo. En el momento en que los occidentales lanzaron sus primeras bombas, hicimos explotar secretamente nuestro artefacto nuclear.

La espectacular seta atómica arrasó todo lo que existía a muchos kilómetros a la redonda y causó el horror de los cientos de millones de personas que estaban contemplando el espectáculo en directo a través de la TV.

La reacción mundial lo que se pensaba que era el uso, tras Hiroshima y Nagasaki, de la tercera bomba atómica, fue una condena universal. Los japoneses estaban especialmente furiosos. No solamente abandonaron la alianza contra nosotros, sino que empezaron sistemáticamente a desinvertir billones de dólares y euros de la Reserva Federal Americana y del Banco Central Europeo. Los mercados económicos fueron víctimas del pánico y la economía occidental cayó en el más profundo caos. Muchos otros miembros de la comunidad internacional se volvieron también contra los occidentales.

Por supuesto, la Coalición se declaró inocente. Pero pocos la creyeron. Incluso los propios ciudadanos occidentales desconfiaron de sus gobiernos. Como consecuencia, las disensiones políticas entre los estados occidentales empezaron a producirse y nosotros aprovechamos la oportunidad para inflamar la polémica. Comunicamos a la prensa que tomaríamos represalias por el ataque nuclear con los prisioneros de guerra. Como todos sabéis, esta fue la primera gran guerra en la que participaron gran cantidad de combatientes femeninos.
Para llevar a cabo nuestro plan, capturamos a unos cuantos centenares de estas soldados. Sus familias y conciudadanos occidentales quedaron estupefactos con lo que hicimos a continuación: nuestras Brigadas Negras violaron a las prisioneras, amputaron sus pechos y quemaron sus caras con ácido. Aunque las hicimos sufrir horriblemente, tuvimos mucho cuidado de que no murieran. Les dijimos al mundo que nuestras mujeres habían sufrido también mucho en la catástrofe atómica.
Nosotros nos postulamos como víctimas nucleares y ganamos la simpatía de muchos ciudadanos de todo el mundo, a pesar de los actos horribles que cometimos contra sus prisioneros.

A continuación devolvimos a los prisioneros a sus países de origen, en lo que nosotros ‘vendimos’ como ‘gesto humanitario’. Convertimos la repatriación en un ‘circo de medios’; de ninguna manera tratamos de ocultar lo que habíamos hecho con las prisioneras, incluso lo anunciamos con vídeos en Internet como un aviso de lo que podía suceder en el futuro.

Familiares horrorizados veían regresar a sus hijas, hermanas o esposas en silla de ruedas, horriblemente mutiladas, gritando su agonía y reclamaban la vuelta de las que quedaban en el frente. Pero en el 2.014 las mujeres representaban el 40% de los efectivos militares, de tal manera que su retirada de las zonas de combate supuso una disminución muy importante de las capacidades de los occidentales.

Pero aunque el éxito nos acompañó en esta estrategia, nuestro gran objetivo era atacar el corazón de Europa y Estados Unidos. Sabíamos, sin embargo, que un ciber-ataque directo no produciría la clase de daños necesarios para derrotarlos. Siguiendo la estrategia indirecta de Liddel Hart, concentramos nuestros esfuerzos en sus vecinos ‘pobres’, Méjico y algunos países mediterráneos del norte de África como Marruecos y Argelia.
Las economías de estos ‘países pobres’, en esa época, también dependían de los ordenadores pero los sistemas no estaban tan protegidos como los occidentales. Nuestros hackers fueron capaces de corromperlos de forma masiva. Finalmente nuestros agentes clandestinos en estos países reavivaron algunos de sus conflictos internos como el de Chiapas en Méjico o el del Sahara en el Norte de África.

Los efectos sinérgicos de estas estrategias fueron devastadores. Los gobiernos de éstos países entraron en profundas crisis y sus economías se desintegraron llevando a los ciudadanos al paro y a la miseria. Millones de emigrantes mejicanos y norteafricanos invadieron los Estados Unidos y Europa, respectivamente.
Los ciudadanos occidentales reclamaban el uso de la fuerza militar para controlar el flujo de inmigrantes y criticaban que los soldados estuvieran a cientos de kilómetros de distancia cuando la crisis estaba en su propia casa. Nuestros planes, gracias al Altísimo, funcionaron perfectamente.

La búsqueda constante de otras maneras ‘baratas’ de atacar a los occidentales nos llevó a la guerra contra su medio ambiente. Empezamos con su agricultura porque era un blanco muy fácil ya que, como es lógico, no se sentía objetivo de ningún ataque. Esparcimos grandes cantidades de larvas de las moscas mediterránea, pulgones, hongos, tizones y royas sobre cultivos. De la misma forma, inoculamos secretamente la ganadería con enfermedades altamente contagiosas que hacían letal el consumo de su carne.

Nos jactábamos ante el mundo de ser los responsables de estos actos de ‘guerra’ que no de ‘terrorismos’, asombrando a los occidentales con nuestro salvajismo extremo. Estos no podían disfrutar de una comida, pasear por un parque, descansar en una playa e incluso respirar el aire de sus ciudades sin preguntarse si serían las próximas víctimas de otro de nuestros ataques suicidas.

Vosotros sabéis el resto, amigos míos. Aunque nunca fuimos capaces de derrotar a los occidentales en el campo de batalla, sí les infligimos tal daño moral y psíquico que pronto solicitaron unas conversaciones de paz. Con su economía en ruinas, sus fronteras amenazadas por cientos de miles de inmigrantes, sus ciudadanos desmoralizados, el descontento civil hasta en el último rincón de sus territorios, no fueron capaces de continuar.

De los muchos errores que los occidentales cometieron algunos se hicieron claramente evidentes a lo largo de nuestra contienda; por ejemplo: asumieron como hecho incuestionable el que la ‘revolución tecnológica’ sólo favorecería a las naciones avanzadas; no consideraron que otros países con valores y filosofías completamente diferentes a las occidentales también podían vencer en una guerra de la era de la información. A pesar de lo que muchos expertos en estrategia habían pronosticado durante los años 90s, la ciber-ciencia no puede eliminar la crueldad inherente a los conflictos entre seres humanos.
Le enseñamos a los occidentales que ningún ordenador puede enfrentarse en el campo de batalla a una simple bayoneta empuñada por un fanático. Así, amigos míos, estas son las consecuencias últimas de la ‘revolución tecnológica militar’ que tantos adeptos consiguió entre los militares cegados por la técnica de finales del siglo XX. ¡Demos gracias al Altísimo!

Publicado en la Revista de Aeronáutica y Astronáutica, en abril de 2.001. (antes de los sucesos del 11-S)