Ataque a Estados Unidos

La trampa de la yihad afgana

La matanza terrorista que sufrió Estados Unidos el 11 de septiembre y el increíble golpe asestado al símbolo de su poder los atribuye Bush a la misteriosa red de un solo individuo, un multimillonario ex saudí y adepto de la yihad, Osama Bin Laden, y a los talibán, que le acogen en Afganistán, uno de los países más pobres del mundo. La desproporción de fuerzas es asombrosa: cuesta entender que esta masacre espectacular la pueda llevar a cabo un hombre refugiado en los altiplanos desérticos de Asia, donde las carreteras son pistas llenas de baches y rara vez se encuentra agua corriente o electricidad. Las Torres Gemelas y el Pentágono parecen estar a años luz de Kandahar y Kabul. Y, sin embargo, desde hace dos décadas, Estados Unidos y Afganistán mantienen una relación estrecha y compleja: el poder norteamericano ha tejido lazos con los militantes más radicales de la yihad. En los años ochenta les instruyó para la guerra moderna contra la URSS, y les armó y les financió en colaboración con las monarquías petrolíferas del Golfo, creyendo que los convertía en un instrumento dócil. Después dejó que su aliado paquistaní favoreciera la llegada al poder de los talibán a partir de 1994. La ofensiva que se prepara contra Afganistán enfrenta a dos adversarios que se conocen bien, porque durante mucho tiempo fueron socios. En la memoria de esta relación se pueden inscribir los resortes y las apuestas profundas, más allá de la actualidad inmediata.

El 15 de febrero de 1989, el Ejército Rojo abandonó Afganistán vencido por la yihad. Estados Unidos proporcionó a sus combatientes afganos, y a los militantes islámicos radicales árabes y paquistaníes que se les unieron, un apoyo decisivo, y celebraron una doble victoria. La URSS cayó en una trampa y la derrota afgana llevó al hundimiento del sistema soviético, unos meses antes de la caída del muro de Berlín. Por otra parte, la yihad afgana dirigió hacia Moscú la atención del mundo musulmán, alejándolo del antiamericanismo preconizado por la revolución islámica de Jomeini. Concentrado en torno a Peshawar, el movimiento islámico más extremista combatió al comunismo. Y el golpe de gracia dado al 'Imperio del Mal' no costó caro: la factura de la yihad ascendía a unos 600 millones de dólares al año para Washington y otro tanto para las monarquías petrolíferas. Ningún boy americano perdió la vida: la guerra la hicieron islámicos barbudos, celebrados entonces como freedom fighters, combatientes del mundo libre, que vengaron, a través de un intermediario, a Vietnam, sin oprimir a los contribuyentes ni enlutar a las familias de los soldados.

Los responsables norteamericanos y los regímenes de los Estados musulmanes aliados creyeron que podrían hacer de los partidarios de la yihad un simple instrumento de su política y desembarazarse de ellos después de usarlos, subestimando el proceso que ya estaba en marcha en los campos de Peshawar durante los 10 años que duró la guerra. Este ambiente aislado, alimentado por una violencia extrema, arrastrado al terrorismo anti-ruso bajo supervisión norteamericana, se había persuadido tranquilamente de que la derrota de la superpotencia soviética se debía exclusivamente a él, y que podría reproducir esta experiencia en el futuro contra todos los demás regímenes 'impíos' del planeta. Algunos miles de activistas comulgaron con una nueva ideología, el 'salafismo-yihaidismo'. Ésta invoca una interpretación ultra-rigurosa de los Textos Sagrados del Islam según la tradición vigente en Arabia Saudí (salafismo), pero se distingue de ella al preconizar la lucha armada (yihaidismo) contra todos los regímenes impíos, desde Occidente hasta sus aliados en el mundo musulmán (dinastía saudí incluida). Esta referencia exclusiva y obsesiva a la yihad sustituye a la predicación religiosa, la movilización social o el trabajo político: distingue a los activistas surgidos de los campos de entrenamiento y estructura su ambiente, del que Osama Bin Laden, instalado en Afganistán desde 1982, se convertirá más tarde en representante y símbolo. Por contraste, durante 14 siglos de historia de las sociedades musulmanas, los doctores de la ley o ulemas, los únicos habilitados en principio para proclamar e identificar su blanco, utilizaron la yihad con mucha prudencia y parsimonia. En efecto, al legitimar el recurso a la violencia, la yihad corre el riesgo de alterar el orden público y las jerarquías de la sociedad, de extender el desorden y la sedición (fitna) y, si no está estrictamente enmarcada y limitada, puede volverse contra quienes la han proclamado. Es un arma de doble filo. Al apremiar a los ulemas más conservadores a publicar fatwas (decisiones jurídicas basadas en los textos sagrados) declarando la yihad contra los soviéticos un deber musulmán a través del mundo, Estados Unidos y sus aliados abrieron la caja de Pandora. Porque el mismo razonamiento aplicado y puesto en marcha contra los 'impíos' rusos que ocupaban Kabul, tierra de Islam, se volverá contra los 'impíos' norteamericanos que profanaron con su presencia militar la 'tierra sagrada' de Arabia Saudí desde la Guerra del Golfo de 1990-1991, y vigilaron los yacimientos de hidrocarburos.

La guerra contra Irak rompió la alianza política entre Estados Unidos y las monarquías petrolíferas, por un lado, y los partidarios de la yihad, por otro. Estos últimos tomaron partido contra la coalición internacional. Pero la lógica de los servicios de información quiso que se mantuviera el contacto con los militantes, muchos de los cuales fueron invitados a residir en Norteamérica para arengar a los estudiantes musulmanes en las universidades, recoger fondos para la yihad afgana, etcétera, y que formaron relevos y redes. En este contexto, ya tuvo lugar un primer atentado contra las Torres Gemelas, donde un coche bomba explotó en el aparcamiento subterráneo el 26 de febrero de 1993. Este caso, en el que se condenó a activistas islámicos dirigidos por el jeque egipcio Omar Abdel Ramán, sigue estando hoy poco claro: aunque se detuvo a los ejecutores, la identidad de los que lo encargaron no se estableció formalmente, y tampoco la implicación exacta de los servicios secretos norteamericanos en el viaje del jeque a Estados Unidos. Lo cierto es que en esta ocasión, la permeabilidad del territorio norteamericano a estas redes, la ambigüedad de las relaciones que sus antiguos mentores mantenían con ellos, ponen en duda, cuando aún se examina con interés, en algunos círculos en Washington, la llegada al poder de los partidos islámicos en Argelia y Egipto, y donde Estados Unidos vio con buenos ojos el aumento del poder de los talibán. A partir de 1994, los servicios secretos paquistaníes animaron a estos 'estudiantes' afganos, educados en las madrasas paquistaníes, a tomar el poder, para poner fin a la anarquía en que los muyahidin habían sumergido el país. Cuando se apoderaron de Kabul en 1996 favorecieron el proyecto del gasoducto de una compañía petrolífera norteamericana que unía, a través de su país, Turkmenistán y Pakistán.

Al final, el proyecto no vio la luz, pero en el verano de 1996, Osama Bin Laden volvió a Afganistán. Huido de Arabia, que debía despojarle de su ciudadanía, y refugiado en un primer momento en el Sudán de Hassan el Turabi, había hecho que se acogiera o permitiera el paso a partidarios de la yihad sospechosos de partir después hacia los nuevos 'frentes': Somalia, Egipto, Bosnia y Argelia; había puesto en marcha una red que favorecía numerosos relevos, humanos y financieros, en el mundo entero, sobre todo en la capital británica, que se ganó en esta ocasión el apodo de 'Londonistán'. A su regreso a Afganistán pasó a una nueva etapa al declarar desde entonces los blancos de su nueva yihad, pero sin atribuirse los atentados que se le imputaban, como tampoco ha reivindicado la masacre del 11 de septiembre. El 23 de agosto de 1996 difundió una Declaración de guerra santa contra los norteamericanos que ocupan la tierra de los dos lugares Sagrados (La Meca y Medina), destinada a proporcionar una justificación religiosa a sus acciones futuras. El texto contenía una crítica radical del régimen saudí adherido a la 'alianza sionista-cruzada' y acogía las reivindicaciones de los 'grandes comerciantes' locales oprimidos por la dinastía, la clase social a la que él mismo pertenece. Es hijo del mayor empresario de BTP de Arabia, beneficiario de la concesión exclusiva de las obras de la gran mezquita de La Meca, que le ha valido al holding familiar un prestigio inmenso, contratos extraordinarios en numerosos países musulmanes y acceso a todas partes. Según algunos, este ambiente no ha cortado los lazos con él y contribuye a su financiación, al ver en él a un héroe de la resistencia al dominio norteamericano y al reinado en exclusiva de una dinastía que monopoliza la renta petrolífera y los principales contratos. Según otros análisis, las clases comerciantes, vinculadas a la prosperidad norteamericana, no pueden arriesgarse a apoyar actividades terroristas incontroladas capaces de desestabilizar el conjunto del sistema económico amenazando sus últimos intereses. La opacidad de los movimientos financieros en la región casi no permite dudar, pero disponemos de algunos datos sobre la composición sociocultural del movimento 'salafista-jihaidista' al que pertenece la red de Bin Laden, llamada Al Qa'ida . Proceden de biografías de 'mártires' caídos en Bosnia y después en Chechenia, difundidas en un sitio de Internet islámico especializado.

Surgen perfiles de jóvenes activistas de los que un gran número, originarios de la península arábica, ha realizado estudios superiores y pertenece a ambientes acomodados, y abandona una vida fácil por la 'dureza de la yihad'. Se hacen eco de esos kamikazes del 11 de septiembre, muchos de los cuales son estudiantes procedentes de la península.

En febrero de 1998, siempre desde Afganistán, Bin Laden y los responsables de algunos grupúsculos islámicos extremistas crearon un Frente Islámico Internacional contra los judíos y los cruzados, cuya carta de fundación concretaba las amenazas contra Estados Unidos e instaba a 'matar a los norteamericanos y sus aliados civiles y militares en todos los países que sea posible'. Esta llamada llega en un momento en que el fracaso de las yihad de los años noventa, animadas por los excombatientes de Afganistán y consumada en Argelia, Egipto y Bosnia, arrastraba un declive de la dinámica social engendrada por los movimientos islámicos, superados por la violencia incontrolable de los radicales. El 7 de agosto, aniversario de la llegada de las tropas estadounidenses a Arabia en 1990, las embajadas de Nairobi y Dar es Salam saltaron por los aires, provocando más de doscientos muertos (doce de ellos estadounidenses). El año siguiente, el USS Cole fue alcanzado por una lancha suicida en el puerto de Aden. Ninguno de estos actos fue explícitamente reivindicado, mientras que los grandes medios de más allá del Atlántico erigieron a Bin Laden en la personificación del mal, y las acciones terroristas y las matanzas que se le imputaban dan testimonio de una búsqueda de la espectacularidad que acrecienta el horror, una lógica llevada al paroxismo por las imágenes de los dos aviones empotrándose en las Torres Gemelas y su posterior derrumbamiento.

El 'gran espectáculo' indisociable de estos actos terroristas tiene una función política precisa, aparte del terror que siembra en el adversario: suplir la ausencia de todo trabajo de implantación social entre las poblaciones de las que se valen, buscando con la adhesión emotiva la movilización espontánea de las masas. Hasta entonces, Bin Laden casi lo había conseguido, excepto en las desheredadas poblaciones paquistaníes, enmarcadas en esas mismas escuelas religiosas en que se han formado los talibán. Ahora, las imágenes del 11 de septiembre cambian el reparto, se inscriben al término de una larga serie que ha golpeado los espíritus en el mundo musulmán desde el estallido de la segunda Intifada: manifestaciones palestinas, represión israelí con los medios sofisticados de la guerra electrónica; después, atentados suicidas palestinos; después, años de bombardeos sobre Irak. La matanza de Estados Unidos mezcla los dos registros: es un atentado suicida que tiene la potencia devastadora de la guerra electrónica, destinado a señalar al universo que Occidente ya no tiene el monopolio de la destrucción masiva y que se le puede golpear en su territorio.

El 11 de septiembre de 2001 la yihad, llegada de Afganistán, se volvió a cerrar como una trampa en el corazón de Estados Unidos. Después de haber vencido al Ejército Rojo y radicalizado, con resultados variables, la lucha política en muchos Estados musulmanes se ha convertido hoy en una temible maquinaria terrorista capaz de hacer que el mundo se tambalee. Mientras prepara la ofensiva contra Afganistán, Estados Unidos regresa, 20 años después, al punto de partida. El asesinato del comandante Masud -imputable probablemente a los sicarios de Bin Laden- complica su tarea, al privar de su figura principal a la oposición a los talibán. A la espera de la ofensiva, el mollá Omar, emir de Kandahar, llama a la solidaridad de todos los musulmanes de la tierra, como Sadam Husein en 1991, y apuesta por el desorden generalizado. Ahí se jugará el destino de este conflicto. Los Estados islámicos han indicado su voluntad de aislar a los talibán, incluso en Irán y Sudán. Pero queda convencer a las poblaciones afectadas de que la erradicación de los talibán y de su protegido abre el camino a un mundo más justo y solidario, y no al 'choque de civilizaciones' con que cuenta el terrorismo apocalíptico atribuido a Osama Bin Laden.

Por Gilles Kepel, profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París y autor de La Yihad y de
Expansión y declive del islamismo

Ataque terrorista en Nueva Yok

Desgraciadamente, el 11 de septiembre del 2001 Norte América fue atacada vilmente por el terrorismo.

Tres aviones de pasajeros fueron secuestrados y lanzados contra las torres gemelas del Centro Mundial del Comercio en Nueva Yok y contra el edificio del Pentágono en Washington, D.C. Estados Unidos no está en peligro, está en guerra.

Los terroristas, por supuesto, se equivocan. Parten de una error fundamental: menosprecian la fuerza de la democracia. Interpretan como debilidad las rencillas partidarias, las discusiones constantes, la falta de unidad. No comprenden que el sistema funciona así, que es deliberadamente confrontacional. Es cierto que avanza a empujones, que las mejores iniciativas se estancan, que se calumnia a los mejores y que los más ruines consiguen publicidad nacional. La democracia, como dijeran Winston Churchill, es un desastre. Sólo que, como él mismo añadió, no se ha inventado nada mejor.

Estar sometido diariamente a una crítica tan minuciosa como acre obliga a una constante revisión de los argumentos. Y, por consiguiente, mantiene a los dirigentes políticos en excelente forma.
Es una transferencia a la vida pública de las mismas leyes que, en la economía, gobiernan la libre competencia. Toda empresa capitalista también tiene que estarse reevaluando constantemente. La que no lo hace se arriesga a ser obliterada del mercado.
Ahora bien, esta dura competencia produce una vida económica y política de una vigor y de una creatividad sin precedentes.

Nuestros enemigos no lo comprenden. Y siempre les sorprende cuando un puño de hierro los aplasta. Algunos ``liberales'' americanos dirán que la defensa de Israel ha provocado el resentimiento palestino. Que la política de Estados Unidos le busca enemigos.
Son los que pretenden resolver viejos y profundos problemas con las recetas de un libro sobre Cómo hacer amigos e influir sobre las personas. Los que insisten en las virtudes de firmar elocuentes documentos, tan similares a las virtudes curativas del romerillo, popular remedio contra el cáncer, la vejez y la caída del cabello.

Están equivocados. Si en algo ha errado la política de Bush no ha sido en apoyar a Israel contra el terrorismo palestino, sino en no apoyarlo con la suficiente energía. La equivalencia moral entre ambos no sólo es profundamente falsa, sino moralmente repugnante.
Israel sólo responde a un terrorismo empeñado en borrarlo de la faz de la tierra. No hacerlo sería un suicidio nacional.

La humanidad siempre ha vivido en guerra, y mantener la paz es un ejercicio tan precario como difícil. ``Si quieres la paz'', como decían los romanos, ``prepárate para la guerra''. La diplomacia es indispensable, pero la única garantía real de la paz es la fuerza.

Es muy fácil echarle la culpa a Bin Laden. Pero la red de los criminales internacionales es mucho más amplia.
En primer lugar, sin duda, están los radicales islámicos, pero no son los únicos. Y todos cooperan entre sí. Hace apenas una semana terroristas irlandeses, cuyo jefe residía en Cuba, fueron descubiertos entrenando a las guerrillas colombianas.

Tradicionalmente, La Habana ha sido refugio de la ETA y de los terroristas árabes. Fidel Castro, por cierto, se apresuró a enviar un mensaje de pésame al presidente Bush pero la base de espionaje electrónico de Lourdes sigue funcionando y brindando información logística a los enemigos de Estados Unidos.

No tendría nada de extraño que hubiera jugado algún siniestro papel en estos acontecimientos. Aunque no se trata sólo de nuestra actitud ante los enemigos extranjeros. También es hora de observar con frialdad crítica a esa quintacolumna que labora incansable para desarmar a la nación. Desarmarla físicamente, como los que han estado desmantelando su aparato de inteligencia y sólo se interesan en las fuerzas armadas como laboratorios de experimentos sociales.
Y desarmarla moralmente cultivando absurdos sentimientos de culpabilidad y echándole la culpa a Estados Unidos por cuanto problema hay en el mundo. ¿No pretendía CNN, en su famoso serial sobre la Guerra Fría, mostrar como equivalentes las matanzas estalinistas con las denuncias anticomunistas del senador McCarthy?

Es hora de reflexionar sobre esta labor de zapa que se practica en tantos centros de estudio y medios de comunicación masiva, y que pretende dejarnos inermes ante el enemigo declarado. No lo conseguirán. Estados Unidos es fuerte.

Son días de duelo para la nación. Pero los que se regocijan, festejan prematuramente.Este salvaje ataque marco un antes y un después en las relaciones Europeas y Americanas.
Son muchas las preguntas que se quedan sin respuesta, espero que con esta recopilación de artículos, entrevistas y documentos, nos ayuden a valorar las diferentes reacciones,(que ha producido el ataque) entre Europa y EEUU.

EE UU sufre el peor ataque de su historia

El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush

La batalla inicial de la primera gran guerra del siglo XXI, una guerra de terror contra un enemigo inconcreto, se ha librado sobre sus dos ciudades más representativas. Las Torres Gemelas del World Trade Center, cuyos 110 pisos se alzaban sobre Nueva York, ya no existen. Y el Pentágono, el epicentro del sistema defensivo estadounidense, ha perdido todo su costado occidental. Un presunto ataque terrorista, múltiple y masivo, con un nivel de organización y capacidad destructiva nunca visto hasta ahora, ha sumido a la primera potencia mundial en su día más triste.

Estados Unidos es hoy un país dolorido, cerrado al exterior, absorto en un largo recuento de cadáveres. La batalla inicial de la primera gran guerra del siglo XXI, una guerra de terror contra un enemigo inconcreto, se ha librado sobre sus dos ciudades más representativas. Las Torres Gemelas del World Trade Center, cuyos 110 pisos se alzaban sobre Nueva York, ya no existen; son una montaña de escombros sobre una cantidad desconocida de cuerpos. Medio palmo de ceniza y polvo recubre las calles de Manhattan. Y el Pentágono, el epicentro del sistema defensivo estadounidense, ha perdido todo su costado occidental. Un presunto ataque terrorista, múltiple y masivo, con un nivel de organización y capacidad destructiva nunca vistos hasta ahora, ha sumido a la primera potencia mundial en su momento más triste.

El nombre de Osama Bin Laden, el millonario saudí que mantiene una guerra abierta contra EE UU desde un cuartel general oculto en Afganistán, está en todas las bocas. Se sabe de su obsesión con las Torres Gemelas, que ya intentó destruir en 1993 con un atentado que costó seis vidas; se sabe que había hablado a sus colaboradores de un inminente ataque; y se sabe que la capacidad operativa que le permitió atacar un buque de guerra estadounidense en Yemen puede haber llegado al nivel necesario para desplegar la matanza de ayer. No hay ninguna confirmación, ni sobre la autoría ni sobre el número de víctimas. Serán cientos, quizá miles.

Unas 40.000 personas trabajaban en el World Trade Center, uno de los grandes símbolos de la economía americana. El doble edificio registraba el intenso tráfico humano de la hora punta, a las 8.45 de la mañana (las 14.45 hora peninsular española), cuando un avión se estrelló contra la torre sur. Fue el inicio de una jornada atroz, plagada de tragedias más allá de cualquier adjetivo. Comenzaba la evacuación de esa torre y todas las cadenas de televisión retransmitían en directo el incendio causado por el impacto. Eso permitió que, 18 minutos después de la primera explosión, millones de espectadores asistieran a la escena de un segundo avión lanzándose contra la torre norte. La nave atravesó el edificio. El estallido fue colosal.

Tardó en saberse que el primer avión era un Boeing 767 de American Airlines que cubría el trayecto Boston-Los Ángeles y había sido secuestrado con 92 personas a bordo; el otro aparato pertenecía a la flota de United Airlines y había sido secuestrado tras despegar del aeropuerto Dulles, cerca de Washington, con destino a Los Ángeles y 64 pasajeros. Esas fueron las primeras víctimas con nombres y apellidos; unas horas después, el balance oficial admitía que muy posiblemente 250 bomberos y 78 policías han muerto en el derrumbe de los rascacielos. Según la CNN, en el Pentágono murieron unas 800 personas, aunque Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, aseguró que no es posible siquiera dar una cifra aproximada de víctimas.

El presidente George W. Bush se encontraba en una escuela de Florida, cuando le susurraron la noticia al oído. Concluyó a toda prisa su parlamento y se dirigió al avión presidencial, el Air Force One. Antes de embarcar grabó una alocución en la que prometió que los responsables del ataque serían cazados y castigados, y aseguró que había tomado medidas para que el Gobierno siguiera funcionando normalmente.

"Esta es una tragedia nacional", declaró Bush. Pero lo peor estaba por llegar. Una hora después del doble ataque contra el World Trade Center, cuando centenares de bomberos y policías se esforzaban por rescatar a las personas atrapadas, ambas torres se desplomaron. Fue una imagen sobrecogedora, que no se borrará de las memorias. En los minutos previos al colapso se había podido ver a personas que saltaban al vacío desde las ventanas más altas. "El número de víctimas debe ser horrible", declaró Rudy Giuliani, alcalde de la ciudad. "Éste es, sin duda, uno de los hechos más odiosos de la historia humana".

Los puentes y túneles que comunican la isla de Manhattan con el resto del mundo fueron cerrados y Giuliani ordenó la evacuación del distrito financiero y de las zonas contiguas. Las bolsas suspendieron la sesión; en pocos minutos, los mercados financieros de todo el mundo registraban fortísimas caídas y el dólar se depreciaba frente al euro y el yen. Nueva York, autoproclamada capital del mundo, quedó sumida en una densa polvareda. Los hospitales anunciaron estar al límite de su capacidad y pidieron donaciones urgentes de sangre. Al menos dos buques de guerra fueron desplazados al puerto neoyorquino, y la Guardia Nacional del Estado se movilizó para ayudar a las fuerzas de policía y bomberos, abatidas por las bajas, la asfixia y el agotamiento. De madrugada, la policía detuvo a dos personas tras interceptar un camión cargado de explosivos en el puente George Washington, de Nueva York, según la cadena CBS.

Casi al mismo tiempo en que las Torres Gemelas desaparecían para siempre, un tercer avión, un 757 de American Airlines que hacía la ruta Washington-Los Ángeles, con 65 personas a bordo, se estrelló contra el Pentágono. Entre el pasaje figuraba Barbara Olson, una comentarista de la cadena CNN, que tuvo tiempo de telefonear dos veces a su marido, el fiscal general Ted Olson.
Le explicó que los pilotos y auxiliares de vuelo habían sido colocados en la zona posterior del avión y que la única arma visible de los secuestradores, que habían tomado los mandos, era un cúter. Barbara Olson no hizo referencia a la nacionalidad ni los objetivos de los terroristas. El avión quedó pulverizado contra el Pentágono minutos después.

El edificio, en el que 24.000 personas coordinan un ejército desplegado por todo el mundo, se incendió y se derrumbó parcialmente. Eran las 9.43 de la mañana y la secuencia del horror parecía imparable. El Consejo de Seguridad Nacional, convocado por Bush desde el aire, ordenó la evacuación de la Casa Blanca al recibir "amenazas creíbles" de que un cuarto avión secuestrado estaba en camino hacia la residencia oficial del presidente. Todo Washington quedó bajo la llamada "amenaza Delta", que sólo se dispara en situaciones absolutamente extremas. El Capitolio, que acoge el Senado y la Cámara de Representantes, fue igualmente evacuado, así como todas las escuelas y la mayoría de los edificios federales.

Pánico en Washington

Washington se sumió en el pánico. Miles de vehículos intentaron huir de la capital, bloqueando calles y carreteras; los comercios cerraron y patrullas de cazabombarderos empezaron a patrullar el espacio aéreo por encima de la capital, al igual que en Nueva York. La sensación de horror inacabable se incrementó al conocerse que un cuarto avión de United Airlines que cubría la línea Newark-San Francisco, con 45 personas a bordo, se había estrellado en una zona rural de Pennsylvania a las 10.10 horas. El destino que le habían fijado sus secuestradores suicidas podía ser, según las primeras especulaciones, la Casa Blanca, el Capitolio o Camp David, residencia vacacional del presidente en Maryland y escenario de las principales negociaciones y acuerdos entre Israel, Egipto y los palestinos.

Todos los vuelos sobre territorio estadounidense quedaron suspendidos, al menos hasta hoy a mediodía. Los vuelos internacionales fueron desviados hacia Canadá y el espacio aéreo se reservó sólo a los cazabombarderos y los helicópteros de la fuerza aérea. Las fronteras con Canadá y México también se cerraron indefinidamente y se declaró el estado de emergencia en Nueva York y Washington.

Bush, en un 'búnker'

El Air Force One del presidente aterrizó temporalmente en una base militar de Luisiana, para emprender viaje de forma casi inmediata hacia Nebraska y desde allí hacia un lugar cercano que, según un portavoz gubernamental, disponía de un búnker invulnerable.
Por la tarde regresó a Washington y a las dos y media de la madrugada dirigió un mensaje a la nación.

El secretario de Estado, general Colin Powell, recibió la orden de suspender su visita a Colombia y regresar a EE UU. La asesora de seguridad nacional, Condoleezza Rice, se encargaba mientras tanto de coordinar la situación desde el búnker de la Casa Blanca. El vicepresidente Dick Cheney, al igual que los principales dirigentes parlamentarios, fue trasladado a un lugar "seguro" y no especificado.

EE UU se sintió durante horas al borde del desastre total. La Reserva Federal emitió un escueto comunicado de dos líneas en el que garantizó que no faltaría dinero en el mercado, para evitar que el público y las instituciones retiraran sus fondos del sistema bancario. El gran puerto petrolero de Luisiana, que recibe la mayor parte del crudo exterior, cercanas a Nueva Orleáns, suspendió todas las operaciones. Incluso parques de atracciones como Disney World, en Orlando (Florida), evacuaron al público y cerraron las puertas.

La gran pregunta que permanece, más allá de la urgencia del rescate de heridos, el recuento de muertos y la identificación de los responsables, es cómo pudo suceder algo tan horrible, cómo EE UU mantenía tan baja su guardia. Los objetivos atacados eran vitales: el centro de la defensa y uno de los puntos neurálgicos de la economía.

Los servicios de información no tomaron ninguna precaución, lo que hace suponer que carecían de informaciones sobre ataques inminentes. Un grupo numeroso de personas fue capaz de subir a bordo de cuatro aviones casi simultáneamente, con algún tipo de armas, aunque sólo fueran cuchillos, y de lanzarlos contra los objetivos fijados sin que se hiciera nada por impedirlo. Los aviones volaron durante muchos minutos fuera de su ruta y los controladores detectaron la irregularidad. Se da por seguro que hubo comunicación entre las estaciones de seguimiento y las cabinas de los aparatos, pero esa información ha sido declarada secreta por el FBI.

11/09/2001