La trampa de la yihad afgana
La matanza terrorista que sufrió Estados Unidos el 11 de septiembre y el increíble golpe asestado al símbolo de su poder los atribuye Bush a la misteriosa red de un solo individuo, un multimillonario ex saudí y adepto de la yihad, Osama Bin Laden, y a los talibán, que le acogen en Afganistán, uno de los países más pobres del mundo. La desproporción de fuerzas es asombrosa: cuesta entender que esta masacre espectacular la pueda llevar a cabo un hombre refugiado en los altiplanos desérticos de Asia, donde las carreteras son pistas llenas de baches y rara vez se encuentra agua corriente o electricidad. Las Torres Gemelas y el Pentágono parecen estar a años luz de Kandahar y Kabul. Y, sin embargo, desde hace dos décadas, Estados Unidos y Afganistán mantienen una relación estrecha y compleja: el poder norteamericano ha tejido lazos con los militantes más radicales de la yihad. En los años ochenta les instruyó para la guerra moderna contra la URSS, y les armó y les financió en colaboración con las monarquías petrolíferas del Golfo, creyendo que los convertía en un instrumento dócil. Después dejó que su aliado paquistaní favoreciera la llegada al poder de los talibán a partir de 1994. La ofensiva que se prepara contra Afganistán enfrenta a dos adversarios que se conocen bien, porque durante mucho tiempo fueron socios. En la memoria de esta relación se pueden inscribir los resortes y las apuestas profundas, más allá de la actualidad inmediata.
El 15 de febrero de 1989, el Ejército Rojo abandonó Afganistán vencido por la yihad. Estados Unidos proporcionó a sus combatientes afganos, y a los militantes islámicos radicales árabes y paquistaníes que se les unieron, un apoyo decisivo, y celebraron una doble victoria. La URSS cayó en una trampa y la derrota afgana llevó al hundimiento del sistema soviético, unos meses antes de la caída del muro de Berlín. Por otra parte, la yihad afgana dirigió hacia Moscú la atención del mundo musulmán, alejándolo del antiamericanismo preconizado por la revolución islámica de Jomeini. Concentrado en torno a Peshawar, el movimiento islámico más extremista combatió al comunismo. Y el golpe de gracia dado al 'Imperio del Mal' no costó caro: la factura de la yihad ascendía a unos 600 millones de dólares al año para Washington y otro tanto para las monarquías petrolíferas. Ningún boy americano perdió la vida: la guerra la hicieron islámicos barbudos, celebrados entonces como freedom fighters, combatientes del mundo libre, que vengaron, a través de un intermediario, a Vietnam, sin oprimir a los contribuyentes ni enlutar a las familias de los soldados.
Los responsables norteamericanos y los regímenes de los Estados musulmanes aliados creyeron que podrían hacer de los partidarios de la yihad un simple instrumento de su política y desembarazarse de ellos después de usarlos, subestimando el proceso que ya estaba en marcha en los campos de Peshawar durante los 10 años que duró la guerra. Este ambiente aislado, alimentado por una violencia extrema, arrastrado al terrorismo anti-ruso bajo supervisión norteamericana, se había persuadido tranquilamente de que la derrota de la superpotencia soviética se debía exclusivamente a él, y que podría reproducir esta experiencia en el futuro contra todos los demás regímenes 'impíos' del planeta. Algunos miles de activistas comulgaron con una nueva ideología, el 'salafismo-yihaidismo'. Ésta invoca una interpretación ultra-rigurosa de los Textos Sagrados del Islam según la tradición vigente en Arabia Saudí (salafismo), pero se distingue de ella al preconizar la lucha armada (yihaidismo) contra todos los regímenes impíos, desde Occidente hasta sus aliados en el mundo musulmán (dinastía saudí incluida). Esta referencia exclusiva y obsesiva a la yihad sustituye a la predicación religiosa, la movilización social o el trabajo político: distingue a los activistas surgidos de los campos de entrenamiento y estructura su ambiente, del que Osama Bin Laden, instalado en Afganistán desde 1982, se convertirá más tarde en representante y símbolo. Por contraste, durante 14 siglos de historia de las sociedades musulmanas, los doctores de la ley o ulemas, los únicos habilitados en principio para proclamar e identificar su blanco, utilizaron la yihad con mucha prudencia y parsimonia. En efecto, al legitimar el recurso a la violencia, la yihad corre el riesgo de alterar el orden público y las jerarquías de la sociedad, de extender el desorden y la sedición (fitna) y, si no está estrictamente enmarcada y limitada, puede volverse contra quienes la han proclamado. Es un arma de doble filo. Al apremiar a los ulemas más conservadores a publicar fatwas (decisiones jurídicas basadas en los textos sagrados) declarando la yihad contra los soviéticos un deber musulmán a través del mundo, Estados Unidos y sus aliados abrieron la caja de Pandora. Porque el mismo razonamiento aplicado y puesto en marcha contra los 'impíos' rusos que ocupaban Kabul, tierra de Islam, se volverá contra los 'impíos' norteamericanos que profanaron con su presencia militar la 'tierra sagrada' de Arabia Saudí desde la Guerra del Golfo de 1990-1991, y vigilaron los yacimientos de hidrocarburos.
La guerra contra Irak rompió la alianza política entre Estados Unidos y las monarquías petrolíferas, por un lado, y los partidarios de la yihad, por otro. Estos últimos tomaron partido contra la coalición internacional. Pero la lógica de los servicios de información quiso que se mantuviera el contacto con los militantes, muchos de los cuales fueron invitados a residir en Norteamérica para arengar a los estudiantes musulmanes en las universidades, recoger fondos para la yihad afgana, etcétera, y que formaron relevos y redes. En este contexto, ya tuvo lugar un primer atentado contra las Torres Gemelas, donde un coche bomba explotó en el aparcamiento subterráneo el 26 de febrero de 1993. Este caso, en el que se condenó a activistas islámicos dirigidos por el jeque egipcio Omar Abdel Ramán, sigue estando hoy poco claro: aunque se detuvo a los ejecutores, la identidad de los que lo encargaron no se estableció formalmente, y tampoco la implicación exacta de los servicios secretos norteamericanos en el viaje del jeque a Estados Unidos. Lo cierto es que en esta ocasión, la permeabilidad del territorio norteamericano a estas redes, la ambigüedad de las relaciones que sus antiguos mentores mantenían con ellos, ponen en duda, cuando aún se examina con interés, en algunos círculos en Washington, la llegada al poder de los partidos islámicos en Argelia y Egipto, y donde Estados Unidos vio con buenos ojos el aumento del poder de los talibán. A partir de 1994, los servicios secretos paquistaníes animaron a estos 'estudiantes' afganos, educados en las madrasas paquistaníes, a tomar el poder, para poner fin a la anarquía en que los muyahidin habían sumergido el país. Cuando se apoderaron de Kabul en 1996 favorecieron el proyecto del gasoducto de una compañía petrolífera norteamericana que unía, a través de su país, Turkmenistán y Pakistán.
Al final, el proyecto no vio la luz, pero en el verano de 1996, Osama Bin Laden volvió a Afganistán. Huido de Arabia, que debía despojarle de su ciudadanía, y refugiado en un primer momento en el Sudán de Hassan el Turabi, había hecho que se acogiera o permitiera el paso a partidarios de la yihad sospechosos de partir después hacia los nuevos 'frentes': Somalia, Egipto, Bosnia y Argelia; había puesto en marcha una red que favorecía numerosos relevos, humanos y financieros, en el mundo entero, sobre todo en la capital británica, que se ganó en esta ocasión el apodo de 'Londonistán'. A su regreso a Afganistán pasó a una nueva etapa al declarar desde entonces los blancos de su nueva yihad, pero sin atribuirse los atentados que se le imputaban, como tampoco ha reivindicado la masacre del 11 de septiembre. El 23 de agosto de 1996 difundió una Declaración de guerra santa contra los norteamericanos que ocupan la tierra de los dos lugares Sagrados (La Meca y Medina), destinada a proporcionar una justificación religiosa a sus acciones futuras. El texto contenía una crítica radical del régimen saudí adherido a la 'alianza sionista-cruzada' y acogía las reivindicaciones de los 'grandes comerciantes' locales oprimidos por la dinastía, la clase social a la que él mismo pertenece. Es hijo del mayor empresario de BTP de Arabia, beneficiario de la concesión exclusiva de las obras de la gran mezquita de La Meca, que le ha valido al holding familiar un prestigio inmenso, contratos extraordinarios en numerosos países musulmanes y acceso a todas partes. Según algunos, este ambiente no ha cortado los lazos con él y contribuye a su financiación, al ver en él a un héroe de la resistencia al dominio norteamericano y al reinado en exclusiva de una dinastía que monopoliza la renta petrolífera y los principales contratos. Según otros análisis, las clases comerciantes, vinculadas a la prosperidad norteamericana, no pueden arriesgarse a apoyar actividades terroristas incontroladas capaces de desestabilizar el conjunto del sistema económico amenazando sus últimos intereses. La opacidad de los movimientos financieros en la región casi no permite dudar, pero disponemos de algunos datos sobre la composición sociocultural del movimento 'salafista-jihaidista' al que pertenece la red de Bin Laden, llamada Al Qa'ida . Proceden de biografías de 'mártires' caídos en Bosnia y después en Chechenia, difundidas en un sitio de Internet islámico especializado.
Surgen perfiles de jóvenes activistas de los que un gran número, originarios de la península arábica, ha realizado estudios superiores y pertenece a ambientes acomodados, y abandona una vida fácil por la 'dureza de la yihad'. Se hacen eco de esos kamikazes del 11 de septiembre, muchos de los cuales son estudiantes procedentes de la península.
En febrero de 1998, siempre desde Afganistán, Bin Laden y los responsables de algunos grupúsculos islámicos extremistas crearon un Frente Islámico Internacional contra los judíos y los cruzados, cuya carta de fundación concretaba las amenazas contra Estados Unidos e instaba a 'matar a los norteamericanos y sus aliados civiles y militares en todos los países que sea posible'. Esta llamada llega en un momento en que el fracaso de las yihad de los años noventa, animadas por los excombatientes de Afganistán y consumada en Argelia, Egipto y Bosnia, arrastraba un declive de la dinámica social engendrada por los movimientos islámicos, superados por la violencia incontrolable de los radicales. El 7 de agosto, aniversario de la llegada de las tropas estadounidenses a Arabia en 1990, las embajadas de Nairobi y Dar es Salam saltaron por los aires, provocando más de doscientos muertos (doce de ellos estadounidenses). El año siguiente, el USS Cole fue alcanzado por una lancha suicida en el puerto de Aden. Ninguno de estos actos fue explícitamente reivindicado, mientras que los grandes medios de más allá del Atlántico erigieron a Bin Laden en la personificación del mal, y las acciones terroristas y las matanzas que se le imputaban dan testimonio de una búsqueda de la espectacularidad que acrecienta el horror, una lógica llevada al paroxismo por las imágenes de los dos aviones empotrándose en las Torres Gemelas y su posterior derrumbamiento.
El 'gran espectáculo' indisociable de estos actos terroristas tiene una función política precisa, aparte del terror que siembra en el adversario: suplir la ausencia de todo trabajo de implantación social entre las poblaciones de las que se valen, buscando con la adhesión emotiva la movilización espontánea de las masas. Hasta entonces, Bin Laden casi lo había conseguido, excepto en las desheredadas poblaciones paquistaníes, enmarcadas en esas mismas escuelas religiosas en que se han formado los talibán. Ahora, las imágenes del 11 de septiembre cambian el reparto, se inscriben al término de una larga serie que ha golpeado los espíritus en el mundo musulmán desde el estallido de la segunda Intifada: manifestaciones palestinas, represión israelí con los medios sofisticados de la guerra electrónica; después, atentados suicidas palestinos; después, años de bombardeos sobre Irak. La matanza de Estados Unidos mezcla los dos registros: es un atentado suicida que tiene la potencia devastadora de la guerra electrónica, destinado a señalar al universo que Occidente ya no tiene el monopolio de la destrucción masiva y que se le puede golpear en su territorio.
El 11 de septiembre de 2001 la yihad, llegada de Afganistán, se volvió a cerrar como una trampa en el corazón de Estados Unidos. Después de haber vencido al Ejército Rojo y radicalizado, con resultados variables, la lucha política en muchos Estados musulmanes se ha convertido hoy en una temible maquinaria terrorista capaz de hacer que el mundo se tambalee. Mientras prepara la ofensiva contra Afganistán, Estados Unidos regresa, 20 años después, al punto de partida. El asesinato del comandante Masud -imputable probablemente a los sicarios de Bin Laden- complica su tarea, al privar de su figura principal a la oposición a los talibán. A la espera de la ofensiva, el mollá Omar, emir de Kandahar, llama a la solidaridad de todos los musulmanes de la tierra, como Sadam Husein en 1991, y apuesta por el desorden generalizado. Ahí se jugará el destino de este conflicto. Los Estados islámicos han indicado su voluntad de aislar a los talibán, incluso en Irán y Sudán. Pero queda convencer a las poblaciones afectadas de que la erradicación de los talibán y de su protegido abre el camino a un mundo más justo y solidario, y no al 'choque de civilizaciones' con que cuenta el terrorismo apocalíptico atribuido a Osama Bin Laden.
Por Gilles Kepel, profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París y autor de La Yihad y de Expansión y declive del islamismo
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