Primavera Árabe, renacer islámico

La rebelión que barre al mundo árabe está tomando una dirección islamista. Lo que nadie sabe es si es una fase hacia el pluralismo o un peligro para las democracias.



En Túnez, islamistas salafistas atacaron un canal de televisión por programar ‘Persépolis’, película en la que se retrata al profeta Mahoma. Gran parte de la sociedad tunecina, una de las más educadas y urbanizadas del mundo árabe, rechazó la manifestación. Pero es un signo evidente de la tensión entre religión y libertad que atraviesan el país y toda la región.



"¡Allahu Akbar!". Dios es grande. El grito retumbó entre la multitud cuando Mustafa Abdul Jalil, el líder de la nueva Libia, anunció que tras la muerte de Muamar Gadafi se iba a restaurar la Sharia, la ley coránica. Esa misma noche, miles de tunecinos repitieron ese clamor, al celebrar la victoria del partido islamista Ennahda, con 41,5 por ciento de la Asamblea Constituyente, en las primeras elecciones libres del país desde la caída en enero del dictador Zine El Abidine Ben Alí. Y la semana pasada en Egipto, hasta hace meses feudo del autócrata Hosni Mubarak, el mismo grito estaba en boca de los militantes de la Hermandad Musulmana, cuando la organización anunció en El Cairo su plan de campaña para las elecciones legislativas del 28 de este mes, en las que son ultrafavoritos.

Se trata de signos inequívocos de que en los tres países que han liderado la Primavera Árabe el camino del cambio es el del islam. Y de que la libertad que conquistaron en los últimos meses no va a traducirse en una sociedad secular, laica y moderna. Esa vía asusta a muchos demócratas que advierten que los pueblos están arriesgando sus revoluciones y pueden pasar de las dictaduras a las teocracias. Temores que en parte ignoran que el islam político parece estar reinventándose, con bases más tolerantes, abiertas y adaptadas al siglo XXI.

El éxito de los islamistas no es una sorpresa. Según le explicó a SEMANA Mansouria Mokhefi, directora del programa para el Magreb y el Medio Oriente del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, "por años, en el norte de África se combatió el islam político; los dictadores trataron de erradicarlo. Es inevitable que deseen partidos limpios, alejados de la corrupción, de los engaños y también reconectarse con parte de su identidad cultural y religiosa, ahogada por las dictaduras".

Ennahda, o Renacimiento en árabe, fue fundado en los ochenta, inspirado en la Hermandad Musulmana egipcia. Cientos de militantes pasaron por las cámaras de tortura y las cárceles de Ben Alí. Su líder, Rachid Ghanuchi, amenazado con una pena de muerte, huyó en 1991 a Londres. En Egipto, la Hermandad Musulmana calcula que perdió miles de militantes, asesinados por los esbirros de Mubarak. Pero estos movimientos sobrevivieron por décadas en la clandestinidad. Y es natural que una vez caído el tirano, los votantes los recompensen por su tenacidad.

Ennahda además fue el único movimiento que nunca colaboró con Ben Alí, que no solo se desplomó por su poder despótico, sino también por su corrupción. En las urnas muchos recompensaron la transparencia de los islamistas. Tampoco hay que olvidar que uno de los cinco pilares del islam es la caridad, una obligación para los creyentes. Y las organizaciones islámicas tienen redes de asistencia que llegan a las regiones más pobres. Y eso, a la hora de votar, es imparable.

Es justamente esa fusión entre religión y política la que tiene a muchos alarmados, pues temen la imposición de un modelo intolerante, extremista, en el que el velo islámico sea obligatorio, las mujeres no puedan trabajar y el alcohol esté prohibido. Ennahda promete seguir el modelo turco, donde el partido islámico AKP de Recep Erdogan lleva nueve años gobernando un Estado laico sin mayores tensiones. Ghanuchi aseguró que no va a imponer una Constitución religiosa e insistió en que "sufrimos las violaciones de los derechos humanos. En el exilio aprendimos lo que es la democracia, mi mujer trabaja, mis hijas estudiaron, una de ellas no viste el velo. Somos un partido político, no religioso, como la democracia cristiana en Alemania".

Pero muchos citan declaraciones del líder de Ennahda en las que comparó la visita de Juan Pablo II en 1996 al "viaje de un cruzado" o su libro en el que escribió que "un estado islámico (como Túnez, según su Constitución) no tiene sentido mientras la Sharia no sea la fuente principal de la legislación". O una confesión reciente, en la que lamentó que sus compatriotas mezclen el francés y el árabe, lo que compromete la santidad del idioma del profeta. Todo ello prueba, dicen sus contrincantes, que los islamistas son lobos disfrazados de ovejas.

Son los mismos que evocan el fantasma de la guerra civil de Argelia. En las elecciones de 1992, las primeras libres desde la independencia, el Frente Islámico de Salvación (FIS) barrió. El miedo se tomó las clases dirigentes y los gobiernos occidentales, que respaldaron un golpe de Estado que canceló el escrutinio. Fue el principio de la "Década negra", de masacres, atentados terroristas y horrores que acabaron con por lo menos 60.000 vidas. Algunos, en el sentido contrario, también recordaron la revolución de Irán, que cambió en 1979 la dictadura del Sha por la teocracia de los ayatolás y convirtió al país en un bastión del fundamentalismo.

Esos temores son irracionales para Mokhefi: "La victoria de Ennahda es un éxito relativo. Más de 60 por ciento de los tunecinos no votaron por él". Por eso, desde ya se anunciaron alianzas con partidos de izquierda, laicos y modernistas. En Egipto, la Hermandad Musulmana dijo que solo iba a presentar candidatos para la mitad de las curules del Parlamento, para no tener la mayoría absoluta. En Libia, el anuncio de imponer la Sharia puede que sea más preocupante. Sin embargo, la ley coránica puede ser interpretada de forma ortodoxa, como en Arabia Saudita, o moderada, como en Egipto, donde es la base de la Constitución, lo que no evita que haya leyes seculares.

Además, el islam político no es una fuerza monolítica. Tan solo en Túnez decenas de partidos y grupúsculos islamistas se presentaron a las elecciones. Los hay de centro, conservadores e incluso de izquierda moderada. Los salafistas, los más extremistas, son una minoría que en Egipto no tiene más de 5 por ciento de las intenciones de votos. Y los grandes partidos islamistas, como la Hermandad Musulmana y Ennahda, saben que pocos jóvenes admiran a los talibanes o las anacrónicas tesis de Al Qaeda.

Así, varios musulmanes califican de simplistas y paranoicas las reacciones occidentales. El periódico tunecino La Presse lo dejó claro en su editorial del 30 de octubre: "Algunos columnistas franceses son repugnantes. Hacen un análisis salvaje. Escuchándolos, la Túnez de octubre de 2011 es el Irán de 1979. Son tendenciosos, con prejuicios abusivos que deforman la realidad. Pues más allá de los resultados y de las ideologías, el sufragio popular se expresó. En toda soberanía".

Por eso, cuando los periodistas entrevistaron a tunecinos que se aprestaban a votar, a pocos les preocupó el favoritismo de los islamistas. Uno de ellos le dijo a Kapitalis, un portal tunecino, "ya ganamos, estamos votando libremente por primera vez". Pues es claro que no solo estaba en juego el partido ganador, sino todo lo que también es esencial en democracia: transparencia electoral, participación masiva, no violencia. Y los tunecinos respondieron con creces. Y eso, en un país que salió de una dictadura hace apenas ocho meses, ya es una razón para celebrar.

Sin duda, la libertad y la religión son aspiraciones esenciales para los árabes, y no pueden ser ignoradas. Por eso un islam moderado, democrático y pluralista debe tener una oportunidad. Ennahda y los Hermanos Musulmanes tienen esa enorme responsabilidad. El futuro de la Primavera Árabe depende de ellos.