El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush
La batalla inicial de la primera gran guerra del siglo XXI, una guerra de terror contra un enemigo inconcreto, se ha librado sobre sus dos ciudades más representativas. Las Torres Gemelas del World Trade Center, cuyos 110 pisos se alzaban sobre Nueva York, ya no existen. Y el Pentágono, el epicentro del sistema defensivo estadounidense, ha perdido todo su costado occidental. Un presunto ataque terrorista, múltiple y masivo, con un nivel de organización y capacidad destructiva nunca visto hasta ahora, ha sumido a la primera potencia mundial en su día más triste.
Estados Unidos es hoy un país dolorido, cerrado al exterior, absorto en un largo recuento de cadáveres. La batalla inicial de la primera gran guerra del siglo XXI, una guerra de terror contra un enemigo inconcreto, se ha librado sobre sus dos ciudades más representativas. Las Torres Gemelas del World Trade Center, cuyos 110 pisos se alzaban sobre Nueva York, ya no existen; son una montaña de escombros sobre una cantidad desconocida de cuerpos. Medio palmo de ceniza y polvo recubre las calles de Manhattan. Y el Pentágono, el epicentro del sistema defensivo estadounidense, ha perdido todo su costado occidental. Un presunto ataque terrorista, múltiple y masivo, con un nivel de organización y capacidad destructiva nunca vistos hasta ahora, ha sumido a la primera potencia mundial en su momento más triste.
El nombre de Osama Bin Laden, el millonario saudí que mantiene una guerra abierta contra EE UU desde un cuartel general oculto en Afganistán, está en todas las bocas. Se sabe de su obsesión con las Torres Gemelas, que ya intentó destruir en 1993 con un atentado que costó seis vidas; se sabe que había hablado a sus colaboradores de un inminente ataque; y se sabe que la capacidad operativa que le permitió atacar un buque de guerra estadounidense en Yemen puede haber llegado al nivel necesario para desplegar la matanza de ayer. No hay ninguna confirmación, ni sobre la autoría ni sobre el número de víctimas. Serán cientos, quizá miles.
Unas 40.000 personas trabajaban en el World Trade Center, uno de los grandes símbolos de la economía americana. El doble edificio registraba el intenso tráfico humano de la hora punta, a las 8.45 de la mañana (las 14.45 hora peninsular española), cuando un avión se estrelló contra la torre sur. Fue el inicio de una jornada atroz, plagada de tragedias más allá de cualquier adjetivo. Comenzaba la evacuación de esa torre y todas las cadenas de televisión retransmitían en directo el incendio causado por el impacto. Eso permitió que, 18 minutos después de la primera explosión, millones de espectadores asistieran a la escena de un segundo avión lanzándose contra la torre norte. La nave atravesó el edificio. El estallido fue colosal.
Tardó en saberse que el primer avión era un Boeing 767 de American Airlines que cubría el trayecto Boston-Los Ángeles y había sido secuestrado con 92 personas a bordo; el otro aparato pertenecía a la flota de United Airlines y había sido secuestrado tras despegar del aeropuerto Dulles, cerca de Washington, con destino a Los Ángeles y 64 pasajeros. Esas fueron las primeras víctimas con nombres y apellidos; unas horas después, el balance oficial admitía que muy posiblemente 250 bomberos y 78 policías han muerto en el derrumbe de los rascacielos. Según la CNN, en el Pentágono murieron unas 800 personas, aunque Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, aseguró que no es posible siquiera dar una cifra aproximada de víctimas.
El presidente George W. Bush se encontraba en una escuela de Florida, cuando le susurraron la noticia al oído. Concluyó a toda prisa su parlamento y se dirigió al avión presidencial, el Air Force One. Antes de embarcar grabó una alocución en la que prometió que los responsables del ataque serían cazados y castigados, y aseguró que había tomado medidas para que el Gobierno siguiera funcionando normalmente.
"Esta es una tragedia nacional", declaró Bush. Pero lo peor estaba por llegar. Una hora después del doble ataque contra el World Trade Center, cuando centenares de bomberos y policías se esforzaban por rescatar a las personas atrapadas, ambas torres se desplomaron. Fue una imagen sobrecogedora, que no se borrará de las memorias. En los minutos previos al colapso se había podido ver a personas que saltaban al vacío desde las ventanas más altas. "El número de víctimas debe ser horrible", declaró Rudy Giuliani, alcalde de la ciudad. "Éste es, sin duda, uno de los hechos más odiosos de la historia humana".
Los puentes y túneles que comunican la isla de Manhattan con el resto del mundo fueron cerrados y Giuliani ordenó la evacuación del distrito financiero y de las zonas contiguas. Las bolsas suspendieron la sesión; en pocos minutos, los mercados financieros de todo el mundo registraban fortísimas caídas y el dólar se depreciaba frente al euro y el yen. Nueva York, autoproclamada capital del mundo, quedó sumida en una densa polvareda. Los hospitales anunciaron estar al límite de su capacidad y pidieron donaciones urgentes de sangre. Al menos dos buques de guerra fueron desplazados al puerto neoyorquino, y la Guardia Nacional del Estado se movilizó para ayudar a las fuerzas de policía y bomberos, abatidas por las bajas, la asfixia y el agotamiento. De madrugada, la policía detuvo a dos personas tras interceptar un camión cargado de explosivos en el puente George Washington, de Nueva York, según la cadena CBS.
Casi al mismo tiempo en que las Torres Gemelas desaparecían para siempre, un tercer avión, un 757 de American Airlines que hacía la ruta Washington-Los Ángeles, con 65 personas a bordo, se estrelló contra el Pentágono. Entre el pasaje figuraba Barbara Olson, una comentarista de la cadena CNN, que tuvo tiempo de telefonear dos veces a su marido, el fiscal general Ted Olson.
Le explicó que los pilotos y auxiliares de vuelo habían sido colocados en la zona posterior del avión y que la única arma visible de los secuestradores, que habían tomado los mandos, era un cúter. Barbara Olson no hizo referencia a la nacionalidad ni los objetivos de los terroristas. El avión quedó pulverizado contra el Pentágono minutos después.
El edificio, en el que 24.000 personas coordinan un ejército desplegado por todo el mundo, se incendió y se derrumbó parcialmente. Eran las 9.43 de la mañana y la secuencia del horror parecía imparable. El Consejo de Seguridad Nacional, convocado por Bush desde el aire, ordenó la evacuación de la Casa Blanca al recibir "amenazas creíbles" de que un cuarto avión secuestrado estaba en camino hacia la residencia oficial del presidente. Todo Washington quedó bajo la llamada "amenaza Delta", que sólo se dispara en situaciones absolutamente extremas. El Capitolio, que acoge el Senado y la Cámara de Representantes, fue igualmente evacuado, así como todas las escuelas y la mayoría de los edificios federales.
Pánico en Washington
Washington se sumió en el pánico. Miles de vehículos intentaron huir de la capital, bloqueando calles y carreteras; los comercios cerraron y patrullas de cazabombarderos empezaron a patrullar el espacio aéreo por encima de la capital, al igual que en Nueva York. La sensación de horror inacabable se incrementó al conocerse que un cuarto avión de United Airlines que cubría la línea Newark-San Francisco, con 45 personas a bordo, se había estrellado en una zona rural de Pennsylvania a las 10.10 horas. El destino que le habían fijado sus secuestradores suicidas podía ser, según las primeras especulaciones, la Casa Blanca, el Capitolio o Camp David, residencia vacacional del presidente en Maryland y escenario de las principales negociaciones y acuerdos entre Israel, Egipto y los palestinos.
Todos los vuelos sobre territorio estadounidense quedaron suspendidos, al menos hasta hoy a mediodía. Los vuelos internacionales fueron desviados hacia Canadá y el espacio aéreo se reservó sólo a los cazabombarderos y los helicópteros de la fuerza aérea. Las fronteras con Canadá y México también se cerraron indefinidamente y se declaró el estado de emergencia en Nueva York y Washington.
Bush, en un 'búnker'
El Air Force One del presidente aterrizó temporalmente en una base militar de Luisiana, para emprender viaje de forma casi inmediata hacia Nebraska y desde allí hacia un lugar cercano que, según un portavoz gubernamental, disponía de un búnker invulnerable.
Por la tarde regresó a Washington y a las dos y media de la madrugada dirigió un mensaje a la nación.
El secretario de Estado, general Colin Powell, recibió la orden de suspender su visita a Colombia y regresar a EE UU. La asesora de seguridad nacional, Condoleezza Rice, se encargaba mientras tanto de coordinar la situación desde el búnker de la Casa Blanca. El vicepresidente Dick Cheney, al igual que los principales dirigentes parlamentarios, fue trasladado a un lugar "seguro" y no especificado.
EE UU se sintió durante horas al borde del desastre total. La Reserva Federal emitió un escueto comunicado de dos líneas en el que garantizó que no faltaría dinero en el mercado, para evitar que el público y las instituciones retiraran sus fondos del sistema bancario. El gran puerto petrolero de Luisiana, que recibe la mayor parte del crudo exterior, cercanas a Nueva Orleáns, suspendió todas las operaciones. Incluso parques de atracciones como Disney World, en Orlando (Florida), evacuaron al público y cerraron las puertas.
La gran pregunta que permanece, más allá de la urgencia del rescate de heridos, el recuento de muertos y la identificación de los responsables, es cómo pudo suceder algo tan horrible, cómo EE UU mantenía tan baja su guardia. Los objetivos atacados eran vitales: el centro de la defensa y uno de los puntos neurálgicos de la economía.
Los servicios de información no tomaron ninguna precaución, lo que hace suponer que carecían de informaciones sobre ataques inminentes. Un grupo numeroso de personas fue capaz de subir a bordo de cuatro aviones casi simultáneamente, con algún tipo de armas, aunque sólo fueran cuchillos, y de lanzarlos contra los objetivos fijados sin que se hiciera nada por impedirlo. Los aviones volaron durante muchos minutos fuera de su ruta y los controladores detectaron la irregularidad. Se da por seguro que hubo comunicación entre las estaciones de seguimiento y las cabinas de los aparatos, pero esa información ha sido declarada secreta por el FBI.
11/09/2001
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