¿Estamos viviendo los orígenes de la próxima guerra mundial?

QUIZA SE ESTA GESTANDO LA TERCERA GUERRA Y EL MUNDO NO SE DA CUENTA.

La visión de un historiador de Harvard.
Niall Ferguson Para La Nación

¿Estamos viviendo los orígenes de la próxima guerra mundial? Por cierto, es fácil imaginar cómo un futuro historiador abordaría los recientes acontecimientos en Medio Oriente: "A medida que transcurrían los primeros años del nuevo siglo, aumentaba la inestabilidad en la región del Golfo Pérsico.

A comienzos de 2006, casi todos los ingredientes combustibles para un conflicto -de dimensiones más grandes que las guerras de 1991 o 2003- estaban en el lugar indicado.

La primera causa fundamental de la guerra fue el aumento de la relativa importancia de la región como fuente de petróleo. Por un lado, el resto de las reservas petrolíferas mundiales se agotaba rápidamente. Por el otro, el vertiginoso crecimiento de las economías asiáticas había provocado un enorme aumento en la demanda global de energía.
Cuesta creerlo hoy, pero durante gran parte de los años 90 el precio del petróleo osciló en un promedio de menos de 20 dólares el barril.

Una segunda precondición de la guerra fue demográfica. Aunque el índice de fertilidad de Europa occidental había caído por debajo del natural índice de sustitución en los años 70, la disminución en el mundo islámico había sido mucho más lenta. Hacia fines de los años 90, el índice de fertilidad en los ocho países musulmanes situados al sur y al este de la Unión Europea era dos veces y media más alto que la cifra europea.

Esta tendencia fue particularmente pronunciada en Irán, donde el conservadurismo social de la revolución de 1979 -que había bajado la edad legal para contraer matrimonio y había prohibido los anticonceptivos- se combinó con la elevada mortalidad de la guerra entre Irán e Irak y el posterior boom de nacimientos para producir, durante la primera década del nuevo siglo, una abundancia extraordinaria de jóvenes.
En 1995, más del 20 por ciento de la población de Irán tenía 14 años o menos. Esa era la generación que estaba a dispuesta a combatir en 2007.

Esto no sólo dio a las sociedades islámicas una renovada energía que contrastaba notablemente con el indolente envejecimiento de Europa.
También significó un profundo cambio en el equilibrio de la población mundial. En 1950, Gran Bretaña triplicaba a Irán en número de habitantes. En 1995, la población de Irán superó en número a la de Gran Bretaña. Aunque los occidentales trataron denodadamente de captar lo que ese cambio implicaba, inconscientemente aún pensaban que el Medio Oriente era una región a la que podían dominar.

La tercera -y tal vez más importante- precondición para la guerra fue cultural.
Desde 1979, gran parte del mundo musulmán había sido desbordado por una ola de fervor religioso, precisamente lo contrario del proceso de secularización que vaciaba las iglesias de Europa. Aunque pocos países imitaron a Irán en su teocracia a ultranza, hubo una transformación política en todas partes. Desde Marruecos hasta Paquistán, las dinastías feudales o los jefes militares que habían predominado en la política islámica desde los años 50 fueron presionados intensamente por los extremistas religiosos.

El cóctel ideológico que generó el islamismo fue tan potente como cualquiera de las ideologías extremistas que Occidente había producido en el siglo anterior, el comunismo y el fascismo.
El islamismo era antioccidental, anticapitalista y antisemita. Un momento fundamental que gravitó en la evolución de los hechos fue, en diciembre de 2005, cuando el presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad, lanzó una crítica verbal a Israel y calificó el Holocausto de "mito". Previamente había declarado que el Estado de Israel era una "mancha ignominiosa" que debía ser "borrada del mapa".

Antes de 2007, los islamistas no habían considerado otra alternativa salvo combatir a sus enemigos por medio del terrorismo. Desde Gaza hasta Manhattan, el héroe de 2001 fue el terrorista suicida. Sin embargo, Ahmadinejad, un veterano de la guerra entre Irán e Irak, codiciaba un arma más poderosa que los explosivos sujetados bajo la ropa. Su determinación de acelerar el programa de armas nucleares de su país tenía como objetivo dar a Irán el tipo de poder que Corea del Norte ya forjaba en el este asiático. Un poder que le permitiera desafiar a Estados Unidos. Un poder para debilitar al más estrecho aliado regional de Estados Unidos.

En circunstancias distintas, no habría sido difícil neutralizar las ambiciones de Ahmadinejad. Los propios israelíes habían demostrado, en 1981, que tenían la capacidad para lanzar ataques preventivos contra instalaciones nucleares iraquíes. Durante todo 2006, analistas neoconservadores instaron al presidente George W. Bush a lanzar ataques similares contra Irán. Sostenían que Estados Unidos estaba en una perfecta posición para lanzarlos y tenían los datos de inteligencia que demostraban que Irán había violado el Tratado de No Proliferación Nuclear.

Pero la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, le recomendó a Bush que optara, en cambio, por la vía diplomática. No sólo la opinión pública europea, sino también la norteamericana se oponía enfáticamente a un ataque contra Irán.
La invasión a Irak, en 2003, había caído en desprestigio por la imposibilidad de encontrar las armas de destrucción masiva que Saddam Hussein supuestamente poseía, y por el fracaso de la coalición encabezada por Estados Unidos en aplastar una insurgencia sangrienta.

Los norteamericanos no querían aumentar sus intervenciones militares en el extranjero; querían reducirlas. Los europeos no querían escuchar que Irán estaba por fabricar sus propias armas de destrucción masiva. Incluso si Ahmadinejad hubiese permitido que la CNN transmitiera en vivo y en directo un ensayo nuclear, los liberales habrían dicho que se trataba de un ardid de la CIA.

De manera que la historia se repitió. Como en los años 30, un demagogo antisemita violó las obligaciones y pactos firmados por su país y se armó para la guerra. Si bien inicialmente trató de apaciguar a Irán por la vía de la disuasión, ofreciéndole incentivos económicos para que desistiera de su propósito, Occidente apeló a organismos internacionales. Sin embargo, debido al veto de China, sólo hubo resoluciones vacías de contenido y sanciones ineficaces.

Sólo un hombre podría haber endurecido la posición de Bush. Ese hombre era Ariel Sharon. Sin embargo, el premier israelí había sufrido un derrame cerebral justo cuando estalló la crisis iraní. Ante la ausencia de un líder en Israel, Ahmadinejad tenía las manos libres.

También como en los años 30, Occidente cayó nuevamente en expresiones de deseos. Quizá, decían algunos, Ahmadinejad sólo estaba haciendo ostentación de fuerza debido a que su propia posición, en el plano interno, era muy débil. Tal vez sus adversarios políticos en el clero iraní estaban a punto de deshacerse de él.
En ese caso, lo último que Occidente debía hacer era adoptar una línea dura: eso sólo reforzaría la posición de Ahmadinejad, ya que enardecería el sentimiento popular iraní.
De manera que, en Washington y en Londres, la gente cruzaba los dedos, a la espera de una providencial gestación de un cambio de régimen en Teherán.

Esto dio a Ahmadinejad todo el tiempo que necesitaba para producir uranio enriquecido apto para la fabricación de armamentos. El sueño de la no proliferación nuclear, ya quebrantado a medias por Israel, Paquistán y la India, quedó hecho trizas definitivamente.

Ahora Teherán tenía un misil nuclear que apuntaba a Tel Aviv. Y el nuevo gobierno israelí de Benjamín Netanyahu tenía un misil que apuntaba a Teherán.

Los optimistas entonces expresaban que la historia de la crisis de los misiles cubanos se repetiría en Tierra Santa. Ambas partes amenazarían con ir a la guerra, y luego las dos darían un paso atrás. Esa fue la esperanza de Condoleezza Rice -en realidad, su plegaria- mientras viajaba por Medio Oriente para tratar de resolver la crisis por la vía diplomática.

Pero no iba a ser así. La devastadora conflagración termonuclear de agosto de 2007 representó no sólo el fracaso de la diplomacia. Significó el fin de la era del petróleo. Algunos, incluso, dijeron que significó el ocaso de Occidente.
Fue una manera de interpretar la posterior propagación de la guerra cuando la población chiita de Irak se apoderaba de las bases norteamericanas que quedaban en su país y los chinos amenazaban con intervenir en favor de Teherán.

Sin embargo, el historiador seguramente se preguntará si, en realidad, la verdadera significación de la guerra 2007-2011 no fue reivindicar el primordial principio de los ataques preventivos introducidos por el gobierno de Bush.
Ya que si tan sólo se hubiese hecho valer ese principio en 2006, las aspiraciones nucleares de Irán podrían haber sido coartadas a un costo mínimo. Y por lo tanto -aunque es difícil imaginar eso ahora- la Gran Guerra en el Golfo tal vez jamás habría estallado.

Por Niall Ferguson, profesor y titular de la cátedra de historia Laurence A. Tisch, de la Universidad de Harvard.

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