George W. Bush sigue teniendo muy mala prensa en Europa, sobre todo en España y en Cataluña en particular. Ni los analistas que fueron decididos proamericanos y otanistas durante la guerra fría se apiadan de él, incluidos los que escriben en este periódico.
Los chistes se ceban en el inquilino de la Casa Blanca, aunque suelen ser repetitivos y traspasan la demagogia. Sólo faltaba la desgracia de Nueva Orleans tras el huracán "Katrina" para atribuirle al actual presidente estadounidense una maldad adicional, la de dejar en la estacada a los afroamericanos pobres.
La animadversión contra Bush y su política se han convertido en el único pensamiento socialmente aceptable. Desviarse de esa línea o simplemente matizarla constituye un anatema en discusiones de trabajo, con la familia o los amigos.
En contraposición a esa América que encarna Bush, los europeos –y los catalanes aún más- nos consideramos civilizados, progresistas, modernos, tolerantes, pacifistas y solidarios. Y hasta sabemos comer mejor. Muchos hablan desde un conocimiento muy superficial o desde la ignorancia y la nula experiencia directa.
No importa que vivamos entre múltiples contradicciones. Solemos denostar a EE.UU. en charlas de café y no queremos darnos cuenta de que adoptamos de forma irreflexiva –y a menudo entusiasta- muchas de sus modas y formas de vida.
Nos sigue seduciendo el "soft power" yanqui, ese poder blando que penetra en los detalles de la vida diaria. Somos alegres consumistas. Nos trasladamos a vivir a casitas en los suburbios y adoramos los vehículos 4X4 que derrochan gasolina.
Celebramos los cumpleaños de los niños en locales especializados y no hacemos ascos a incorporar Halloween al calendario festivo. Nos gustan los parques temáticos horteras. Bailamos al son de su música y engullimos todo lo que produce Hollywood, hasta la bazofia más repulsiva.
Caemos incluso en la tentación de las hamburguesas y las palomitas de maíz. Copiamos en general los aspectos más negativos y despreciamos –o ignoramos- las facetas positivas de la vida y la cultura norteamericanas.
Es una relación de amor-odio digna de tratarse en el diván.
Sin ánimo de provocación, ¿alguien entre esos tan vehementes "antibushistas" se ha parado a pensar, por un casual, si el bajo tipo de interés que paga por la hipoteca de su piso o sus salidas motorizadas de fin de semana a la segunda residencia o al restaurante pueden deberle algo a la política "imperialista" de Bush para sostener el statu quo? ¿Creen que es gratuito y automático el bienestar material de un sector amplio de nuestra clase media asalariada, con vacaciones a destinos exóticos y un ritmo de vida que habría sido impensable hace sólo dos generaciones?
Es posible que la capacidad para seguir pagando la hipoteca y el coche de importación dependa mucho más de la política de Bush de lo que pensamos o de lo que nos gustaría pensar con nuestra mente tan europea, pacifista y solidaria.
La garantía del suministro de crudo a un precio razonable y la defensa de la economía capitalista globalizada pueden ser razones inmorales para invadir un país. Puede ser inmoral arrogarse determinadas hegemonías, el papel de policía mundial o el derecho transformar Oriente Medio por la fuerza.
Me temo, sin embargo, que las políticas para mantener el injusto "tinglado" no sólo sirven al núcleo de malvados "conspiradores" -Bush, Rumsfeld, Cheney y compañía- y a sus amigos de las empresas multinacionales. Somos muchos cuyo bienestar y seguridad dependen de que el "tinglado" no se derrumbe de repente. Washington puede haber cometido errores tácticos muy graves, abusos imperdonables y groseras manipulaciones en la ofensiva lanzada tras el 11-S, pero ¿alguien duda de que Al Qaeda, si pudiera, destruiría los cimientos del sistema económico occidental para avanzar sus objetivos de dominar el mundo musulmán y hacer retroceder el reloj mil años?
Ya lograron echar abajo las torres más altas de Wall Street y atacar el Pentágono. El mundo se recuperó milagrosamente rápido de tan demoledor golpe. Pero bastaría un nuevo atentado catastrófico en EE.UU. para que todo tambaleara. Podría ser el fin del actual sistema, una crisis muy profunda y duradera. ¿Qué pasaría con la hipoteca, los restaurantes y los coches importados de nuestra opulenta clase media?
En Estados Unidos preocupa mucho que a Europa le cueste tanto percibir el verdadero peligro que deriva del islamismo radical violento. Para los europeos, acostumbrados durante décadas al terrorismo de variado pelaje, se trata de un problema de orden público, policial y de política inmigratoria. El "shock" de los atentados de Londres, al descubrir que el terrorismo surgía de dentro, ha hecho cambiar las cosas. También tuvo un gran impacto el asesinato del cineasta holandés Theo van Gogh. La Administración Bush, desde el 11-S, viene sosteniendo que el islam violento es un "peligro mortal" que hay que combatir sin tregua con todos los medios al alcance.
Acaba de publicarse en EE.UU. un libro interesante y provocador de un periodista conservador, Tony Blankley, ex redactor de discursos de Ronald Reagan, bajo el título de "La última oportunidad de Occidente". En esta obra advierte del peligro de que en el curso de dos generaciones, por la afluencia de inmigración musulmana y la baja natalidad de los nativos, Europa se convierta en Eurabia (fusión de las palabras Europa y Arabia).
Advierte Blankley del riesgo del desarme moral de las sociedades europeas secularizadas, pacifistas, autocríticas y apatrióticas ante un islam muy agresivo y envalentonado. Está convencido el autor de que el multiculturalismo ha probado ser una peligrosa quimera, pues no es posible la coexistencia de culturas cuando una de ellas –o los fanáticos que la han secuestrado- pretende imponer sus principios por la fuerza y sin el respeto a los derechos humanos más elementales.
Blankley piensa que una Europa maniatada por el islam radical supondría para Estados Unidos un peligro aún mayor que el que hubiera significado una Europa totalmente controlada por los nazis en los años cuarenta. No cree el autor que EE.UU., pese a sus recursos y determinación, pudiera hacer frente en solitario a la amenaza.
"La defensa de Occidente sin el lugar de nacimiento de Occidente es casi impensable –escribe-. Si Europa se convierte en Eurabia, significará la pérdida de nuestros primos históricos y culturales, de nuestros aliados económicos y militares más estrechos, de la fuente de nuestra civilización. Sería una circunstancia que los norteamericanos deberíamos temer y tendríamos que mover montañas para evitarla.
"Es muy probable que el diagnóstico de Blankley peque de catastrofismo, pero convendría que hubiera un diálogo más fluido y con menos prejuicios entre las elites pensantes de Europa y EE.UU. sobre los problemas comunes que él apunta.
La Vanguardia 27/10/2005
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