Al menos siete turistas españoles han sido asesinados y otras siete personas han resultado heridas por una explosión de un coche bomba en una zona turística en la provincia nororiental yemení de Marib, donde operan terroristas yihadistas de Al Qaeda.
Fuentes de la seguridad yemení aseguraron a la agencia oficial de noticias Saba que al menos siete turistas españoles y dos guías yemeníes murieron en el atentado provocado hoy por un terrorista suicida a bordo de un vehículo cargado de explosivos en la provincia de Marab, noroeste del país.
"Otros seis turistas españoles y dos ciudadanos (yemeníes) fueron heridos y trasladados al Hospital Mareb y otro hospital en Sana", agregaron las fuentes. Según indicaron a Saba, un total de 13 turistas españoles viajaban en cuatro vehículos cuando fueron atacados, mientras salían del Templo de la Reina Bilquis, o Templo de la Luna. El Gobierno español ha confirmado la muerte de seis españoles.
Fuentes de la seguridad de Yemen señalaron a la agencia que las primeras informaciones apuntan a que la red terrorista Al Qaeda está detrás del atentado. Asimismo, aseguraron que la seguridad yemení "perseguirá a los terroristas que están detrás de este acto y los llevarán ante la justicia para que reciban un castigo justo", indica Saba.
"La seguridad acabará con estos terroristas cuyo objetivo es la seguridad y la estabilidad del país y la economía nacional", indica la agencia. "Este horrible acto terrorista criminal perjudica a la reputación del Islam y los musulmanes y a los intereses de la nación", agregaron las fuentes.
Al Qaeda
El atentado ocurrió hacia las 18.30 hora local (14.30 GMT), al paso de un convoy de unos 20 vehículos todoterreno, en los que se trasladaban los turistas españoles. La explosión ocurrió a unos 100 metros del histórico Templo de Mahram Belques (unos 190 kilómetros de la capital), con una antigüedad de 3.000 años.
Las fuerzas de seguridad yemeníes han adelantado a la agencia de noticias Reuters que Al Qaeda podría estar detrás de este atentado. El grupo terrorista lanzó un aviso demandando la liberación de algunos de sus miembros presos en el estado de Arab.
Una de las hipótesis que baraja la Policía es que la explosión del coche bomba la provocara un terrorista suicida. Testigos oculares aseguraron que vieron un coche entrar por una de las puertas del templo antes de que se registrara la deflagración.
El Consejo Consultivo Muyahidin dice en un comunicado colocado en internet: "Les decimos a los adoradores de la cruz que continuaremos nuestra Yihad y nunca nos detendremos hasta que Dios nos avale para cortar su cuello y enarbolar la bandera del Islam hasta gobernar en todos los pueblos y naciones" Sólo entonces lo único aceptable será la conversión o la muerte por la espada".
Francia “una potencia musulmana” un Reino franco-árabe
Judíos, Árabes y la Diplomacia Francesa
Existe una tradición en las relaciones exteriores francesas de acercamiento a los musulmanes y hostilidad a los judíos.
Un Informe Especial, por David Pryce-Jones. Escritor y ensayista británico nacido en Viena en 1936. Publicó nueve novelas y nueve ensayos, entre otros The Closed Circle y The War that Never Was. Editor senior de la National Review y colaborador de numerosos periódicos norteamericanos.
El resonante slogan de “libertad, igualdad y fraternidad” no deja espacio, en teoría, para el racismo en el estado Francés. En la práctica, durante los dos siglos transcurridos desde el acuñamiento de dicho slogan, los gobernantes de Francia han tratado con resultados de insertar a dos pueblos –árabes y judíos– en su gran diseño de la nación francesa y su lugar en el mundo.
Hoy, cuando mal interpretadas ambiciones que vienen de larga data colisionan, el racismo con sus odios y temores se apodera cada vez mas de Francia poniendo sobre el tapete la relación que tienen ambas minorías, árabe y judía, entre ellas; entre ellas y el estado; y entre el estado con las naciones árabes por un lado y con Israel el otro.
La posición oficial adoptada respecto de los judíos franceses se remonta a la revolución de 1789.
En diciembre de ese año, durante un debate sobre el otorgamiento de la ciudadanía a la minoría judía del país, el conde Clermont-Tonnerre, un aristócrata liberal, declaró en la Asamblea Constituyente: “Todo debe serle negado a los judíos como nación, y todo garantizado a los judíos, como individuos”. Esta teoría fue prontamente encubierta por la ley. Detrás de ella flotaba la sospecha que los judíos tenían su propio estilo de nacionalismo, uno que se despegaba del nacionalismo francés que emergía con la revolución. Para la elite francesa, además, los judíos parecían ser constantes herramientas conspiratorias de terceros; primero de Alemania y de Rusia, luego de Gran Bretaña, y finalmente, en el siglo XX, del Sionismo.
Lo llamativo es que, a pesar del recalcitrante antisemitismo exteriorizado durante el resonante “Caso Dreyfus” de fines del siglo XIX y a pesar también de la participación francesa en los asesinatos masivos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, los judíos franceses generalmente se han acomodado a la visión del estado respecto de la necesaria relación con ellos, y han estado cómodos, por lo menos hasta hace poco, confiriendo un bajo perfil al elemento étnico de su identidad como pueblo. Este, sin embargo, no ha sido el caso de aquellos provenientes del franco parlante mundo nor-africano, que hoy componen la mayoría de una comunidad integrada por unas 600.000 almas.
Adicionalmente el retorno del antisemitismo en Francia que se ha evidenciado durante los últimos años, ha despertado la conciencia étnica hasta de los elementos de la vieja comunidad. En cuanto al sector musulmán y árabe, a pesar que virtualmente no existían musulmanes que residieran en Francia hasta el siglo XX, el estado francés desde hace tiempo viene considerando sus intereses vitales como unidos a las tierras árabes.
La campaña de Egipto de Napoleón Bonaparte en 1798, así como la invasión de Argelia en 1830, fueron ambas aventuras militares llevadas a cabo con el expreso propósito de emular a la Gran Bretaña imperial: Inglaterra podría tener la India, pero Francia podía avanzar, y finalmente colonizar, el mundo árabe. Además Francia tradicionalmente se otorgó a sí misma el derecho de proteger a los católicos y la Cristiandad en general durante el Imperio Otomano, muy especialmente en Tierra Santa; en 1843, un Consulado Francés abrió sus puertas en Jerusalén.
Para los años 1850, Napoleón III y su administración habían elaborado el concepto de un “Reino franco-árabe”, expandiéndose grandiosamente hasta visualizar a Francia misma como “una potencia musulmana” (“une puissance musulmane”).
En un gesto destinado a premiar a los árabes norafricanos por sus servicios durante la Primera Guerra Mundial, fue inaugurada -en 1926- la Gran Mezquita de París. Pero la inmigración en gran escala en rigor no comenzó hasta el final de la guerra de Argelia, en 1958, cuando unos 250.000 de los llamados “harkis” (argelinos opuestos al movimiento nacionalista) buscaron refugio en Francia. En los años 1960 y 1970, fue llegando una inmigración constante, desde cada uno de los recientemente independizados países del Maghreb.
Inicialmente ellos fueron autorizados a ingresar únicamente como trabajadores transitorios, buscando mejorar su posición y regresar luego a sus respectivos países de origen, pero un cambio de la ley les otorgó, en 1974, la residencia y algunos otros beneficios.
El tamaño de la actual comunidad es motivo de disputas. Una cifra de más de seis millones viene siendo aceptada desde hace algún tiempo, pero Nicolás Sarkozy, un antiguo Ministro del Interior que ahora aspira a la presidencia, así como el semi-oficial diario “Le Monde” hablan de tan solo cinco millones, y por otro lado, el demógrafo Michele Tribalat ha reducido la cifra a 3.65 millones.
Los musulmanes tienden a concentrarse en los suburbios de las grandes ciudades, donde las malas condiciones habitacionales y la falta de empleo generan toda suerte de males y la violencia de la alienación. Más de 5.000 mezquitas operan como centros comunitarios; a nivel nacional existe una institución representativa musulmana, el “Consejo Francés del Culto Musulmán” (CFCM). Desde que algunas de las demandas y prácticas del Islam son incompatibles con el sólido secularismo republicano de Francia, han surgido algunos conflictos embarazosos, como el del derecho de las niñas musulmanas a llevar el “hijab” puesto al colegio; las autoridades francesas tardaron quince años para decidir que esto era inconstitucional.
Dependiendo de la cifra que uno maneje, los árabes musulmanes sobrepasan a los judíos en Francia en una relación de seis a uno, pudiendo llegar hasta ocho a uno. A medida que el número de árabes aumenta y en tanto Francia no cumpla con su promesa de igualdad y prosperidad, la cuestión de su lugar como minoría ha venido cobrando cada vez más importancia. Esa cuestión se ha vuelto cada vez más complicada por el hecho de que, a través de las décadas, tanto los árabes como los judíos se han transformado de sujetos pasivos históricos en agentes activos de la escena mundial, adquiriendo nuevas identidades y transformándose en modernos estados-nación.
Para los árabes, uno de los rasgos centrales de su propia identidad es la hostilidad hacia Israel y los judíos. En una colección de ensayos sobre el Islam en Francia que fuera publicada en 2003, la socióloga Barbara Lefebvre ofreció varios ejemplos típicos de este prejuicio que aparece en la generación joven. Dirigiéndose a su maestro, un chico del suburbio parisino de Saint-Denis citó textualmente a su padre, diciendo: “Habrá una guerra final entre musulmanes y judíos, y los judíos serán destrozados; así lo afirma el Corán”.
En otro distrito parisino, un maestro escuchó a niños árabes que decían a niños judíos lo siguiente: “Perros judíos, vamos a quemar a Israel, vuélvanse a su país”.
Obviamente, la agresión árabe hacia los judíos ha venido incrementándose en todas partes, en las últimas décadas. Pero ella es particularmente virulenta en Francia donde ocasionalmente ha producido pérdidas de vida, violencia callejera contra individuos, y bombas en sinagogas, restaurantes, oficinas y comercios. Por mucho tiempo, las autoridades mantuvieron la postura de reconocer esto como simples manifestaciones de patoterismo, en vez de definirlo como una auténtica manifestación de una “jidah” vengadora.
(Muchos “guetos” árabes están al margen de la ley, porque en los hechos son tierra “de nadie” en donde la policía no ingresa). Pero a medida que fue tornándose obvio que los imanes estaban usando las mezquitas para sembrar el antisemitismo y el odio a todo lo no musulmán, los agentes de la ley finalmente tomaron cartas en el asunto. Una serie de extremistas fueron entonces deportados y la policía pudo desenmascarar y arrestar a terroristas provenientes de Arabia Saudita, Argelia y Marruecos.
Todo esto nos lleva a encarar un problema mucho mayor, la diferente postura adoptada por las elites francesas respecto de los árabes y de los judíos. Mucho se ha escrito sobre el rol de los académicos, intelectuales y periodistas europeos, al excusar, justificar, o hasta directamente simpatizar con el antisemitismo musulmán. Pero no menos pertinente, y sin duda más grave, es el rol de los políticos. Las ideas y las acciones descienden desde las elites políticas las que las trasladan al pueblo, que debe vivir sus consecuencias.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, comúnmente conocido como el “Quai d’Orsai”, es la principal institución del país responsable del gran diseño del estado y de las consecuencias políticas derivadas del mismo. Los archivos de esa institución, junto con los testimonios plasmados en sus memorias escritas por generaciones de diplomáticos, muestran como un reducido número de personas, selectivamente escogido y altamente motivado, han instaurado “preconceptos” respecto de los árabes y los judíos, que han terminado por amenazar la integridad misma de la nación francesa.
El “Quai d’Orsay” - Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia
Desde sus orígenes, el Quai d’Orsay fue conducido por una aristocracia antijudía y antiparlamentaria.
Situada en las cercanías de la Asamblea Nacional, sobre la margen izquierda del Sena, el “Quai d’Orsay” ocupa un espléndido edificio con opulento estilo parisino del siglo XIX.
Allí, tanto el lugar como la arquitectura lo atestiguan, es donde se diseña el destino de la nación, por hombres de inteligencia excepcional. Muchos de estos hombres han tenido dones tanto literarios como diplomáticos; un alto contenido de recuerdos flota con aires nostálgicos, en el ambiente de “club” del lugar, especialmente simbolizado en la ceremonia del té de las cinco de la tarde, donde en otras épocas del “Quai d’Orsay” se reunían y consolidaban sus pensamientos colectivos.
La recurrente inestabilidad gubernamental ha devuelto su importancia al “Quai d’Orsay”. Entre septiembre de 1870 y agosto de 1914, por ejemplo, hubo mas de 30 Ministros de Relaciones Exteriores franceses; siendo la marea de cambio igual de turbulenta durante la Cuarta República (1949-59), lo que mejoró recién en la actual Quinta República. A pesar que algunos pocos cancilleres franceses fueron capaces de imponer sus propios objetivos políticos, la mayoría de ellos ha ido y venido con asombrosa rapidez y con escasos resultados.
Los Primeros Ministros han desvalorizado aún mas esa figura, al haber reservado el puesto para sí mismos. Como resultado, los Cancilleres han debido apoyarse desproporcionadamente en los empleados estatales permanentes.No sólo en el personal, sino también el Secretario General del “Quai d’Orsay”, también conocido como el Director de Política Exterior, y en las cabezas de los diversos departamentos.
Desde sus comienzos, el Ministerio fue conducido por miembros de la aristocracia, que se elegían a sí mismos. Exámenes competitivos fueron luego introducidos, en 1894, pero tanto éstos como otras formas de ingreso sirvieron simplemente para perpetuar el sentido de auto-suficiencia del Ministerio, que se hereda de generación en generación.
Los Cambons, Herbettes; Margeries; Francois-Poncets, y Courcels se transformaron en verdaderas dinastías. En “El Ministerio de Relaciones Exteriores Francés y los orígenes de la Primera Guerra Mundial, 1894-1914” (1993), H.B. Haynes nos dice que el ingreso al “Quai d’Orsay” era determinado por “nepotismo, patronazgo, y por una persuasión política (que era) católica y hostil hacia los judíos, los protestantes y al sistema parlamentario”.
Un documento de los archivos, de octubre de 1893, da cuenta de “un israelita” con el nombre de Paul Frederic-Jean Grunebaum que había solicitado su ingreso en el departamento de personal del “Quai d’Orsay” y quería saber “si este hecho (el de ser israelita) era de tal naturaleza como para prohibir el acceso a una carrera diplomática o consular”.
En el margen del mismo se lee la siguiente nota de Louis Herbette, Secretario General en esos momentos: “Entrevisté al Sr. Grunebaum, quien espontáneamente retiró su soli- citud…. Aceptó de buena manera los motivos de la decisión del departamento”.
A principios del siglo XX, el servicio diplomático era ya accesible a los judíos, pero ellos debían tener piel de elefante para poder subsistir en ese medio. J.B. Barbier, que entró en el “Quai d’Orsay” en 1904, comenta en sus Memorias: “la carrera no tenia judíos entre sus miembros,al menos en lo concerniente a los puestos relevantes”. Y esto le resultaba gratificante ya que los judíos, según Barbier, pertenecían a “elementos generalmente vinculados a etnias parasitarias”, y la forma como alguno de ellos se las habían ingeniado para penetrar los servicios era -decía-“desastrosa”. Contra uno de ellos, Jean Marx, cabeza de los programas culturales de ultramar, Barbier lucharía luego en una apasionada campaña, describiéndolo como la personificación del “judío anti-nacionalista”, quien debidamente respaldado por “el judaísmo internacional” había reclutado gente poco confiable y hasta traidora en su propia naturaleza.
Los Judíos en la Mentalidad del “Quai d’Orsay”
La historia muestra, década tras década, evidencias ciertas de hostilidad innegable hacia los judíos.
En 1840 corrió un rumor en Damasco que un fraile capuchino y su sirviente árabe habían desaparecido. El cónsul francés en dicha ciudad, el Conde Ulysse de Ratti-Menton, inmediatamente acusó a la comunidad judía de haber realizado un “asesinato ritual” y persuadió al gobernador otomano a que arrestara a los notables judíos y tomara a niños judíos como rehenes. Alguno de los notables murieron bajo tortura; otros fueron, en cambio, forzados a convertirse al islamismo.
El escándalo consiguiente sacudió a Europa, pero Ratti-Menton resultó inamovible y el “Quai d’Orsay” lo apoyó. En la Asamblea Nacional, el Primer Ministro Adolphe Thiers se quejó que los judíos estaban “atosigando a todas las cancillerías con sus peticiones”.
Cuando los medios árabes hoy se refieren a los “asesinatos rituales” como una realidad de la vida judía, se están retrotrayendo, sépanlo o no, a las lecciones aprendidas de los profesores franceses de hace ya bastante tiempo.
Pero el evento principal del siglo XIX fue el juicio de 1890 al Capitán Alfred Dreyfus, el oficial judío falsamente acusado de haber entregado secretos militares a los alemanes.
La conspiración para condenar a Dreyfus como culpable de “traición a la patria” fue ideada en el Ministerio de Guerra; el “Quai d’Orsay” se mantuvo, en cambio, a la expectativa. Pero cuando el veredicto de culpabilidad fue declarado, en diciembre de 1894, los partidarios de la inocencia de Dreyfus se negaron a permitir que triunfara la injusticia, por lo que varios embajadores se quejaron del daño que este caso le estaba haciendo a Francia.
El brillante, aunque sinuoso, Maurice Paleologue representó al Ministerio de Relaciones Exteriores en la exitosa apelación de Dreyfus, en 1899. Revisó la documentación, se entrevistó con los oficiales que habían tramado la evidencia incriminatoria, miró intensamente a Dreyfus a los ojos y adujo detectar un típico rasgo del carácter judío: “Un inmenso orgullo, tras una mascara de humildad”. Afortunadamente, confiaría luego en una carta a un colega, él mismo estaba inmune, como diplomático, a ser procesado.
Pocos hombres han dejado una huella más marcada en el “Quai d’Orsay” que Paul Cambon, nacido en 1843, y su hermano Jules, dos años menor. Ambos fueron personalidades poderosas. Paul, Embajador en Londres durante 22 años, fue el principal arquitecto del “Entente Cordial” con Inglaterra. Jules, en cambio, prestó servicios en Washington. Ambos estuvieron involucrados en temas árabes, Paul como residente en Túnez; Jules como Gobernador-General de Argelia. Paul pensaba que Dreyfus, como judío, era un traidor por definición, y aparentemente cambió de mentalidad solamente cuando el respectivo proceso de apelación había comenzado; su hermano Jules, en común con muchos de sus colegas en el servicio diplomático, persistía en catalogar a Dreyfus como traidor, hasta el final. Para uno de esos colegas (Auguste Gerard), las fuerzas anti- Dreyfus eran “los defensores naturales” de la nación, los “verdaderos representantes de Francia y de su genio”.
Algunas cosas sucedían en la Rusia zarista al tiempo en que se llevaba a cabo el juicio a Dreyfus, en Francia. A. Bombard, Embajador en San Petersburgo desde 1902 hasta 1908, un personaje bien posicionado en el “Quai d’Orsay”, en un informe de agosto de 1903 escribió: “paso por alto los disturbios antijudíos como los de Kishinev porque son, para decirlo de alguna manera, un rebote de los disturbios agrarios. La población judía…es un nido de nihilistas y agitadores”. Un año mas tarde, en una carta dirigida al Canciller Theophile Delcasse, comparaba a los finlandeses, “inteligentes y tranquilos”, con los judíos, “detestados pero (económicamente) indispensables, aunque llenos de odio, desde que tienen a la gente como rehenes y minan la autoridad”.
Luego Paleologue sucedió a Bompard en San Petersburgo. La política zarista hacia los judíos, según afirmaba, parecía diseñada a mantener “sus defectos hereditarios y sus malas pasiones, tienden a exasperar su odio, a sumergirlos en sus prejuicios talmúdicos, a afirmarlos en su estado de rebelión interna permanente, a sacar a flote la esperanza indestructible de obtener reparaciones que brilla en sus ojos…La vengadora y vengativa terquedad de los judíos no podría -agregó- haber encontrado un clima más propicio”.
En 1915, en pleno fragor de la Primera Guerra Mundial, envió un lacónico telegrama: “Desde el comienzo de la guerra, los judíos rusos no han sido objeto de ninguna violencia colectiva… En el campo de operaciones algunos cientos de judíos han sido ahorcados por espionaje; nada mas”.
El Factor Católico
Desde 1888 Francia pasó a ser la protectora de todos los católicos que vivían en los dominios del Imperio Otomano.
A fines del siglo XIX, los franceses afianzaron sus posiciones simultáneamente en el norte de África y en las provincias otomanas que comprendían a Siria, Líbano, y la Tierra Santa. En el ultimo caso, el proceso fue lento y en etapas, la mayoría de las veces promovido por individuos ricos y piadosos. El Conde Paul de Piellat, por ejemplo, se instaló en Jerusalén adquiriendo bienes inmuebles que donaba a la Iglesia Católica. Los franceses tenían hospitales en Jerusalén, Belén, Nazaret, y Nablus, así como monasterios, seminarios y varias iglesias; también operaban la línea de ferrocarril Jerusalén-Haifa, de la que eran propietarios.
En 1888, el Vaticano decretó que tanto los católicos como las instituciones católicas del Levante deberían, de allí en más, buscar protección exclusivamente en Francia. El Primer Ministro Jules Ferry, el mas imperial de los políticos franceses, mantenía que “este protectorado de los cristianos de Oriente es, de alguna manera, parte de nuestro dominio Mediterráneo”. Aspirando a poder contrarrestar a Gran Bretaña, que en esos momentos estaba consolidando su posición en Egipto, el Canciller Gabriel Hanotaux afirmaba que, gracias a su Protectorado Católico, Francia era ahora la única potencia europea “capaz de actuar sin ninguna fricción fatal respecto del monoteísmo musulmán”.
Los tratados suscriptos en 1901 con el sultán turco y en 1913 con los Jóvenes Turcos, protegían la posición privilegiada de Francia en Tierra Santa, aún bajo el dominio otomano.
Un “Comité de l´Asie Francaise” fue estructurado en 1901; ocho años mas tarde un segundo Comité fue organizado para desarrollar “nuestra posición moral, económica y política en el Oriente”. Estos parecían ser los fundamentos que abonaban la meta francesa de convertirse en una verdadera “puissance musulmane”.
El anti-clericalismo de la izquierda francesa y la ruptura de Francia con el Vaticano, pusieron -más adelante- fin a todas estas ambiciones católicas. Pronto también Alemania, Italia y Rusia se enfrentarían a la posición francesa, sosteniendo las instituciones pertenecientes a sus respectivas religiones. La visita del Káiser Guillermo a Tierra Santa en 1898 es un claro ejemplo de dicho desafío.
Sionismo vs. Ambiciones Francesas
La aparición del Sionismo político auguró definir una moderna identidad nacional a los judíos, una que barrería absolutamente las definiciones del estado francés sobre quienes eran ellos. Los diplomáticos franceses en Europa central y del este, donde se encontraban los mas ardientes sionistas, fueron rápidos en expresar su desazón y en buscar las causas, abiertas u ocultas, de esta nueva situación, tan perturbadora...
Escribiendo desde Bucarest, en junio de 1902, L. Descoy se lamentaba de “el extremo entusiasmo” de la comunidad judía de dicha ciudad sobre el arribo de Bernard Lazare, un agraciado polemista judío francés, un sionista de la primera hora, sugiriendo que había sido atizado por un diario “cuyos editores eran israelitas”. Desde Budapest, el vizconde de Fontenay, que estaba a cargo del consulado, informaba en agosto de 1906 que, para la población Magiar, el advenimiento del sionismo representaba un “nueva nube” en el horizonte, una que seguramente sería “peor con el tiempo”.
En febrero de 1912, May Chouttier, cónsul en Salónica, expresaba alarma contra el sionismo en la prensa oficial local, con la esperanza que dichas alarmas “brindaran a las comunidades judías una pausa para la meditación y un respaldo para oponerse a la propaganda Germano-Sionista”.
G. Deville, ministro en Atenas, se expresaba adversamente sobre el papel que desempeñaba en Salónica la “Alliance Israelite Universelle”, el sistema creado por los judíos franceses para promover la cultura judía en Medio Oriente.. Para Deville, la “Alliance” disfrazaba sus verdaderas intenciones; argumentando que su director parisino “puede que sea un buen francés, pero los de su religión en Salónica piensan solamente en ellos mismos y no en servir a Francia… ¿En estas circunstancias, resulta beneficioso para nosotros alertar a los griegos solamente para halagar el orgullo judío?”.
En “Le Mirage Oriental” (1910), Louis Bertrand, otro pulido escritor-diplomático, escribía sobre los “desagradables” judíos que había conocido en la Palestina Otomana, con “sus vestimentas híbridas, medio europeas, medio orientales, sucios, con miradas desorbitadas… hordas enloquecidas de pobreza y misticismo”.
En la propia Tierra Santa, el Sionismo tenía mayor implicancia que en Europa: por definición, representaba un obstáculo al expansionismo francés y al protectorado francocatólico.
La reacción espontánea era doble, alimentar el desprecio hacia el nacionalismo judío y, en oposición al mismo, fomentar el nacionalismo árabe.
Najib Azoury, un cristiano maronita de Beirut que en una época había sido empleado de la burocracia otomana en Jerusalén y que entonces vivía en Paris, publicó un folleto, “Le Reveil de la nation arabe”, prediciendo que los judíos y los árabes estaban destinados a pelearse hasta que uno eliminara al otro.
El “Quai D’Orsay” aparentemente subsidiaba un periódico, “L´Independence Arabe”, que este desagradable personaje comenzó a publicar en 1907, y costeó los gastos de un encuentro en París, en junio de 1913, en el cual 23 árabes de Siria y de Tierra Santa fundaron el movimiento nacionalista árabe.
Después de la Primera Guerra Mundial, tras la caída del Imperio Otomano, dos grupos altamente especializados del “Quai D’Orsay” se encargaron de rediseñar el mapa de Medio Oriente. Los miembros de dicho personal especializado eran cortados con el mismo patron y apuntaban a un mismo fin: Francia ya controlaba las costas occidentales árabes del mediterráneo, ahora podía sumar las orientales, lo que estos expertos denominaban “la Syrie integrale” o la Gran Siria (esto es, Siria, Líbano y Palestina).
El desafío era como capitalizar tanto el nacionalismo árabe como el Sionismo en su favor.
Los antecedentes eran los siguientes: Francois Georges-Picot durante la guerra había sido Consejero de la embajada francesa en Londres. En negociaciones secretas llevadas a cabo en 1916 con Sir Mark Sykes, un miembro Conservador del Parlamento Británico, había logrado lo que él consideraba un arreglo que garantizaba a Francia la posesión de “la Syrie integrale” al finalizar la guerra.
Los alemanes, se sospechaba, estaban al borde de proclamar su respaldo al Sionismo, lo cual atraería a los judíos rusos, con las drásticas consecuencias que ésto podría provocar en el desenvolvimiento final de la guerra; se suponía también que los judíos norteamericanos ejercían una influencia comparable en la política de su país. Por lo tanto, de acuerdo con Andre Tardieu, el Alto Comisionado francés en los Estados Unidos y futuro primer ministro, el derecho a la autodeterminación de los judíos debería ser tomado en cuenta, no fuera a ser que “ciertos elementos del judaísmo norteamericano” perdieran interés en recuperar Alsacia y Lorena para Francia.
Otros también creían que los judíos tenían en sus manos el control de los destinos franceses de la posguerra. El 7 de mayo de 1917, Jean Gout, cabeza de la Sección Asia de Ministerio de Relaciones Exteriores, con responsabilidad sobre las provincias otomanas, envió el siguiente memorando al Primer Ministro, Georges Clemenceau:
“Las esperanzas milenarias de los judíos, especialmente del proletariado ruso y polaco, no son socialistas como su status social podría indicar. Ni nacionalistas, como las declaraciones de sus intelectuales pretenden, ya que son esencialmente talmúdicas, esto es religiosas. Estos pobres diablos han sido alimentados con las semillas de la miseria, lo que les confiere una visión de Jerusalén como el fin de sus penurias… Aún los judíos inteligentes y educados que han llegado a la cima en los países con igualdad de oportunidades guardan, desde hace generaciones, en un rincón de sus corazones el sueño de los antiguos “guetos”. Gracias a sus fortunas y a las conexiones que guardan entre ellos, y a las presiones que ejercen sobre gobiernos ignorantes, tienen un peso internacional”.
Una propuesta anterior, de ayudar a crear un pequeño estado judío autónomo con Hebron como su capital y Gaza como su puerto, llevó a Jules Cambon a comentar mordazmente que los judíos podrían “plantar naranjas y explotarse unos a otros” en ese lugar. Pero al estar todas las potencias cortejando a los judíos, los franceses harían lo mismo; en junio de 1917, Cambon escribió una carta asegurando su apoyo a la dirigencia Sionista “para el renacimiento de la nacionalidad judía en esas tierras de las que la gente de Israel ha sido desalojada hace tanto tiempo”. Dicha carta fue desautorizada ni bien fue enviada, ya que el “Quai d’Orsay” prontamente volvió a hacer circular propaganda antisionista y a presionar a los británicos con demandas que les exigían abstenerse de fomentar esperanzas irrealizables, respecto de los judíos.
En noviembre de ese año, Arthur Balfour, el Secretario de Relaciones Exteriores británico, emitió una declaración con su firma. Fue mucho más favorable al Sionismo que la carta de Cambon. El gobierno británico, escribía Balfour, estaba a favor de “una patria para el pueblo judío” en Palestina. Al contar con unos 150.000 efectivos que combatían contra los turcos, comparados con los 800 franceses, los británicos estaban en condiciones de proponer y disponer. En la Navidad de 1917, el Mariscal de Campo Edmund Allenby entró en Jerusalén con George-Picot en su comitiva. En un “picnic”, este último sugirió establecer la administración civil que creyó haber negociado con Sykes. Estaba presente Lawrence de Arabia, y su descripción de la respuesta malhumorada de Allenby conforma uno de los más famosos pasajes de “Los Siete Pilares de la Sabiduría”.
Ese diciembre, un diplomático francés de la embajada en Londres informaba que, a pesar de que los poderosos judíos británicos eran hostiles hacia la Declaración Balfour, el punto de vista entusiasmado de los pobres inmigrantes judíos era que “la raza israelita era superior a todas las demás; poseía colonias en todos los países y algún día dominaría el mundo”. Un documento anónimo de esa época sugería que el Sionismo, que se alimentaba del misticismo proveniente del judaísmo ruso-polaco, estaba tratando de expandir sus nefastas ideas entre los judíos de Argelia y de Marruecos, tratando así de “explotar rivalidades poderosas”. El autor daba asimismo un consejo clásico:“Nuestra política judía en el Norte de África está necesariamente ligada a nuestra política musulmana. Tenemos que evitar el nacionalismo judío.Así como el pan-islamismo o el pan-rabismo, favoreciendo una lenta y cuidadosa evolución hacia nuestra civilización.”
El 15 de junio de 1919, el Ministro de Relaciones Exteriores Stephen Pichon dio instrucciones a Paul Cambon de alertar al gobierno británico sobre la amenaza sionista, antes de que ella se convierta en motivo de tensión internacional en Medio Oriente. “Los sionistas deben entender, de una vez por todas, que no existe la mas mínima oportunidad de poder constituir un estado judío independiente en Palestina, ni siquiera de formar algún tipo de cuerpo judío soberano”. Tres días más tarde, Cambon envió su informe. No podía dar crédito a la conversación que acababa de tener con Balfour. Con su habitual estilo diletante (escribió Cambon), Balfour le había dicho que “sería interesante estar presentes en la reconstrucción del (antiguo) Reino de Jerusalén”. Cuando Cambon objetó que, de acuerdo al Libro de Revelaciones del Nuevo Testamento, tal evento señalaría el fin del mundo, Balfour respondió que: “Sería aun más interesante estar presentes en el fin del mundo”.
Entre las Guerras
Luego de la derrota turca en la Primera Guerra Francia obtuvo el protectorado sobre Siria, pero no sobre Palestina.
El tratado de posguerra firmado en Sevres disponía el destino a conferirse a las antiguas provincias otomanas. A Francia se le otorgaba mandato sobre Siria, pero no sobre la Gran Siria; Palestina quedaba, en cambio, bajo mandato británico. Ya que los británicos eran al menos cristianos (mientras los otomanos habían sido musulmanes), Francia renunció a su pretensión de un Protectorado católico. Pero no al espíritu; como editorializó el diario católico, “L´Oeuvre d’Orient”, “Es inadmisible que el País de Cristo deba caer bajo las garras del judaísmo y la herejía Anglo-Sajona. Debe mantenerse inviolable la herencia de Francia y la Iglesia”. El “Quai d’Orsay” nunca dejó de jugar a dos lanzas, en todos los niveles.
En octubre de 1919, el general Henri Gouraud arribó a Damasco para tomar posesión de su cargo de Alto Comisionado Francés y controlar a los minúsculos grupos de nacionalistas árabes que pretendían resistirse al mandato francés. Al mismo tiempo, Georges Picot alertaba al “Quai d’Orsay” que finalmente las autoridades británicas en Jerusalén se habían percatado de la existencia de un creciente malestar musulmán, algo que “no puede ser no beneficioso para nuestra influencia”. Durante los primeros seis meses de 1920, Gouraud llenó a sus superiores con telegramas antisionistas.
Tanto los musulmanes como los cristianos, escribía, esperaban que las cosas anduvieran peor bajo los británicos que lo que habían sido bajo los turcos. Sugería el resurgimiento del Protectorado católico, aduciendo que Francia “debería tomar ventaja de las circunstancias para ampliar el alcance de dicho Protectorado, abarcando a los musulmanes a quienes no podemos abandonar, solos y desarmados, frente al Sionismo”. Un despacho de febrero de 1920 afirma directamente que Palestina “se beneficiaría” bajo la protección francesa.
Como las fronteras entre los protectorados franceses y británicos no eran claras, el secretario personal de Gouraud, Robert de Caix, fue despachado a Jerusalén para discutir el tema con Sir Herbert Samuel, el Alto Comisionado británico. Un historiador, Peter A. Shambrook, ha descripto a de Caix como “la eminencia gris del Quai d’Orsay en la cuestión del Levante”. En una carta preliminar, fechada en octubre 19 de 1920, de Caix confirmaba lo que ya era la política ortodoxa en su círculo: los británicos y los judíos conspiraban juntos contra los intereses franceses. De entrada se sintió personalmente ofendido por haber sido “recibido de una manera algo mediocre”. Samuel, explicaba, “representa en Palestina lo que es apropiado denominar la política Anglo-Judía. Este bien educado judío ingles, recién salido del gueto, ha sido absolutamente absorbido en Jerusalén por su tribu, va a la sinagoga, no acepta invitaciones en el Sabbath, y en los días festivos solamente va a pie.
Es un extraño fenómeno cuando uno reflexiona sobre la evidente ignominia de los judíos provenientes de Galicia y de otras regiones vecinas que ahora inundan Palestina, absorbiendo a gente como Sir Herbert en su bufonería. En vez de hacer algo útil en el país, esta gente sueña con expandirse a costa nuestra y le puedo asegurar que todo el judaísmo de ambos hemisferios aplicará una política consistente en rechazar nuestras fronteras.”
En un extenso informe final, de Caix menciona otra afrenta personal: Samuel rehusó aceptar una invitación a comer en el Consulado francés durante el Sabbath. La política británica, elabora de Caix, puede haber sido diseñada para explotar la fuerza judía contra Francia, pero ha resultado explotada ella misma por esa fuerza. Los judíos se han infiltrado en la administración local y los administradores británicos están actuando con bajo perfil o abandonando el país, asqueados. En cuanto a los judíos, su religión es tan solo un medio para llegar a una meta- “el nacionalismo apasionado y la sed de venganza” Probarían ser, continúa, unos vecinos dañinos:
“El frecuente espíritu revolucionario y profético de los judíos proviene del bolcheviquismo de los colonos que Europa Oriental está enviando a Palestina. A través de sus convicciones y también por medio de su instintiva tendencia a fragmentar sociedades cuya cohesión podría obstaculizar su expansión, esta gente… tratará de romper el marco tradicional de las confesiones religiosas (en el Líbano y Siria) que ya está siendo amenazado por otros motivos”.
El mandato británico en Palestina, concluía de Caix, era una especie de despojo. Ocurrió solamente porque los franceses se sacrificaron por la causa aliada en el frente occidental.
Pero el idioma francés y la influencia intelectual francesa fueron y deberían haber permanecido impertérritos en Tierra Santa. Después de todo, la puerta principal de la Iglesia del Santo Sepulcro fue construida “en el sólido y macizo estilo ojival nacido en el siglo XII en Ile de France”. Terminaba con el consolador razonamiento que el futuro del Sionismo permanecía incierto; mas que cualquier otra gente, los judíos habían perdido el hábito de la agricultura, y sus asentamientos eran artificiales, caros, y divisorios. “Si bajo el mandato británico los nativos (árabes) tienen una tendencia a reaccionar, hay grandes probabilidades de que tratarán de mantener, como sucede en Egipto, la cultura francesa, que genera tanta atracción”.
El 3 de noviembre, el general Gouraud respaldó las conclusiones del “impecable informe” de de Caix, agregando sus propias opiniones acerca de que el Sionismo representaba una amenaza también para Siria. La pérdida del Protectorado católico provocaba que el cuidado de las instituciones francesas fuera más esencial que nunca. Doce días más tarde, Georges-Picot, en un cable enviado desde Beirut, informaba a su Ministerio que las autoridades británicas en Jerusalén estaban tomando precauciones contra manifestaciones y advirtiendo a los musulmanes que serían responsabilizados por cualquier desorden.
“Esta actitud (británica) solo puede beneficiar a nuestra influencia, ya que la irritación con el Sionismo se esta incrementando entre… los musulmanes”. Los cónsules franceses en Palestina se tornaron cada vez mas alarmistas: Durieux desde Haifa informaba que los británicos estaban reclutando a judíos desempleados como la base de un futuro ejército judío, y que elementos judíos y protestantes estaban intentando “moverles el piso” a los católicos (léase: Francia). En mayo de 1921, luego de manifestaciones en Jaffa, Durieux pudo escribir, aliviado, que “nuestro automóvil fue acompañado triunfalmente, al grito de viva Francia, abajo los judíos”
La interpretación de de Caix sobre el Sionismo provocaría un prolongado impacto en el “Quai d’Orsay”. Desde el protectorado francés de Marruecos, el mariscal Hubert Lyautey, probablemente el mas respetado vocero del anticuado imperialismo francés, reiteraba en junio de 1923 que el Sionismo carecía de autoridad interna alguna; al mismo tiempo, aconsejaba proceder con extrema cautela en relación a esta doctrina, que había “recibido sus directivas desde el exterior, respondiendo principalmente a los intereses de determinada potencia” y que podía ser introducida en Marruecos.
Buscando demostrar quiénes eran realmente los judíos, un informe anónimo fechado diciembre 2, de 1925, llamaba la atención sobre los “Protocolos de los Sabios de Sion”.
A pesar de que dicho informe, pretendiendo demostrar la evidencia de una conspiración judía para apoderarse del mundo, ya había sido denunciado como una falsedad zarista, el autor dio credibilidad a sus “hechos”, concluyendo que si el asunto llega a ser tomado seriamente “tenemos que enfrentarnos a un plan realmente diabólico”. Ese mismo año, el embajador francés en Varsovia informaba sobre una conferencia sionista local, que constituía un llamado para obtener privilegios especiales hecho por judíos que se negaban a aceptar cualquier principio de nacionalidad polaca, ni siquiera una simple lealtad.
Cubriendo otro congreso sionista en Cracovia, diez años más tarde, el siguiente embajador francés adaptaba esta misma crítica con el correr de los tiempos: “Basándose en conceptos que son más racistas que religiosos, aspiran a crear en ambas márgenes del río Jordán un estado judío concebido sobre el modelo fascista”. Este embajador parece haber sido de los primeros en hacer una comparación entre el Sionismo y el Nazismo, poniendo en paralelo al líder revisionista Vladimir Jabotinski con Hitler.
Indudablemente, encontramos también algunos burócratas ocasionales con disposición favorable hacia el Sionismo, generalmente basadas en experiencias personales. Uno de ellos fue Henry de Jouvenel, el sucesor de Gouraud como Alto Comisionado en Siria.
Visitó Jerusalén en 1926, escribiendo luego: “Siendo antisionista a mi llegada al Este, me convertí en Sionista, o mas bien celoso del Alto Comisionado británico en Palestina y de todo lo que los sionistas contribuían”. Naturalmente, agregaba, “Francia está obligada a respaldar a los cristianos, pero los judíos son un modelo de autoayuda, y su espíritu de emprendimiento resultaba admirable”.
Había también “realistas” como Philippe Berthelot, Secretario General desde 1920 hasta 1933, que comentaban que “El Sionismo es un hecho” lamentando solamente que los judíos de Inglaterra hubieran captado el mensaje del movimiento, mientras los judíos franceses demostraron ser incapaces “de dirigir al judaísmo mundial en beneficio de Francia”. Ante la instigación de Berthelot, el “Quai d’Orsay” creó un departamento especial para los asuntos religiosos, bajo Louis Canet, que rápidamente se convirtió, según palabras de un historiador, en la ante-cámara obligatoria para los líderes sionistas visitantes.
Luego de un encuentro con Chaim Weizmann, realizado en mayo de 1927,Canet finalizaba un memorandum con una clara descripción de sus más íntimos razonamientos:
“El nacionalismo judío es un equívoco, e Israel (los judíos) encontrarán la paz solo a través de la asimilación”
Durante el período entre las dos guerras, muchas de las luminarias del “Quai d’Orsay” eran hombres extremadamente capaces. A pesar de eso, tanto ellos como los políticos a quienes ellos servían buscaban el amparo del “status quo”, aunque esto significara apaciguar a los poderosos y maliciosos, a expensa de los débiles. Todos eran cortados con el mismo patrón, y estaban condicionados en sus trabajos por sus temperamentos e historiales.
Tampoco fueron sus filas aumentadas o diversificadas. Los candidatos, pulidos en los selectos colegios de alto nivel, rendían exámenes de historia, derecho civil e internacional, y de geografía económica, y eran luego evaluados por un comité de cuatro veteranos diplomáticos que se aseguraba que fueran social y culturalmente presentables.
Resumiendo, éste era un ejemplo clásico de una institución francesa incapaz de afrontar las dimensiones de la era de los dictadores. A medida que crecía la amenaza nazi, y los judíos intentaban escapar de Europa hacia Palestina, las autoridades francesas se limitaban a tratar de evitar la violencia en los países musulmanes que estaban bajo mandato francés.
Debido a eso, desde marzo de 1933 en adelante, a los “viajeros” judíos se les permitia ingresar en Siria solamente bajo la condición de haber obtenido visas de inmigración a Palestina en algún consulado británico en el exterior. Henri Gaillard, cónsul en El Cairo, condenaba a los judíos egipcios por “protestar sin límites por la suerte corrida por aquellos (en Europa) que comparten su religión”. Al hacerlo, alegaba, “han conseguido crear en este país una fuerte corriente de opinión árabe negativa hacia ellos, donde hasta ahora gozaban de una posición totalmente privilegiada”. Gaston Bernard, cónsul en Trieste, al informar que su ciudad estaba beneficiándose por el tráfico de inmigrantes judíos que iban camino a Palestina, también se quejaba que en los vapores de Lloyd Triestino “se ha llegado al extremo de proporcionar a los inmigrantes servicios de culto talmúdico y el uso exclusivo de cocina “kosher”; y esto, hay que decirlo, produce un olor “sui generis” en estos barcos, que los pasajeros de condición normal aprecian mucho menos”.
En la postrimería de la invasión de Hitler a Austria, en marzo de 1938, los Estados Unidos invitaron a los gobiernos de 28 países europeos y latinoamericanos a una conferencia en Evian para discutir allí la forma de facilitar la emigración de los refugiados políticos.
Por un acuerdo tácito, y ostensiblemente por temor a provocar reacciones anti-semitas, no se hizo referencia alguna a los judíos. Nada trascendental salió de dicha conferencia que ha sido denominada “el Munich judío”. Según la opinión de la historiadora Catherine Nicault, “la absoluta falta de generosidad de la política francesa resultó menos llamativa (en Evian) que la indiferencia hacia por lo menos mantener alguna apariencia de la misma”; también destaca los abiertos y frecuentes pronunciamientos antisemitas de los burócratas franceses.
Luego del colapso de Francia, en junio de 1940, el Mariscal Petain aceptó un armisticio con Hitler y formó su Gobierno de Vichy con la intención de colaborar con la Alemania nazi. Ese octubre, sin que mediara presión alguna de Berlín, Vichy sancionó el “Estatuto de los Judíos”, su versión de las leyes de Nuremberg, excluyendo a los judíos de casi todas las áreas de la vida publica. Jaques Guerard, director de la oficina del Ministro de Relaciones Exteriores Paul Baudoin, telegrafió al embajador francés en Washington con instrucciones de apaciguar cualquier disconformidad de la opinión pública norteamericana.
La izquierda de preguerra aseveraba, contrariando los hechos, había permitido a los judíos ingresar en Francia de a cientos de miles, y que estos judíos con “su mentalidad especial” habían atacado “todas las ideas de las que los franceses jamás habían dudado”.
Nuevamente contrariando la realidad, ya que los despojos y arrestos estaban a la orden del día, Guerard sostenía flagrantemente que “no se ha tomado ninguna medida en contra de los individuos, ni de la propiedad privada”. El solo propósito del estatuto, concluía, era “permitir la coexistencia pácifica en Francia de elementos cuyas características raciales los convertían en peligrosos cuando se mezclaban demasiado íntimamente en nuestra vida política y administrativa”.
La colaboración con los nazis resultaba incompatible con cualquier política exterior genuina. Algunos embajadores designados en las principales capitales renunciaron, como también algunos burócratas de la zona de Vichy, algunos se escaparon a España, para seguir desde allí a Argelia o a Londres. En una lista del personal del “Quai d’Orsay”, de febrero de 1943, figura el Secretario General, Charles Rochat, junto con un pequeño puñado de hombres bajo sus órdenes. Interrogado después por qué motivo no había renunciado, Rochat contestó que estaba manteniendo “la continua afirmación de la soberanía francesa”. Esto resultaba obviamente ilusorio: el “Quai d’Orsay” virtualmente había, entonces, cesado de funcionar.
Los Escritores Toman Partido
En entreguerras el Quai d’Orsay tuvo como funcionarios a escritores antisemitas como Paul Morand y Jean Giradoux.
En sus años como Secretario General (1920-1921, 1925-32), Philippe Barthelot marcó un especial estilo al que muchos de sus subordinados prestarían tributo impreso. Siendo hijo de un prominente químico industrial, Berthelot gozaba de una suprema autoestima y dedicación, de amplias conexiones sociales y de preferencias literarias genuinas: su mujer, Hélène, presidía un círculo de moda. Bajo su patronazgo y protección, Paul Morand, Paul Claudel, Giradoux, y otros escritores empleados en el “Quai d’Orsay” gozaban de tiempo y sensación de seguridad, lo cual les permitió crearse una reputación literaria internacional. Eran considerados miembros de un club elitista, en vez de funcionarios de una institución gubernamental. El sucesor de Bertholot como Secretario General, Alexis Saint-Leger, un personaje gelatinoso proveniente de las Indias Occidentales francesas, era un poeta que bajo el seudónimo de Saint-John Perse ganaría el Premio Nobel. Todos ellos perpetuaban la imagen del “Quai d’Orsay” como un repositorio de brillo y cultura.
Paul Morand creció en un ambiente artístico. Ingresó en el “Quai d’Orsay” en 1913, a la edad de veinticinco años. Entre sus primeras obras figura “Mort d’un Juif” (Muerte de un Judío), un cuento corto en el cual un judío en su lecho de muerte se niega a pagarle a su médico hasta que la tasa cambiaria mejorara. En una segunda obra de ficción, “Mort d’un autre Juif” (Muerte de Otro Judío), la victima mortal de un derrame siente que ha sido “fiel a la verdad bajo la máscara de traición eterna”. Alexis Saint-Leger escribió a Morand: “Tienes un prodigioso don”. Berthelot esperaba grandes cosas de él.
Morand utilizó su status diplomático para viajar con todo lujo por el mundo. En 1927 se casó con la mujer divorciada del príncipe Dimitry Soutzo, el agregado militar rumano en París, y la pareja se instaló cómodamente en el “Beau Monde”. Sus distintos escritos denotan una superioridad cosmopolita que raya con la soberbia, y contiene, una y otra vez, descripciones maliciosas sobre los judíos.
En New York (1930), por ejemplo, describe a los intelectuales judíos como "predicadores, autoinmoladores, socialistas, anarquistas, bolcheviques, comunistas, y otros “istas”, que se pelean constantemente e insultan unos a otros” todo lo cual “brinda una clara idea de lo que debe de haber sido Jerusalén”. El Lower East Side neoyorkino le provoca la siguiente reacción:
“almendras grilladas y saladas son vendidas por ambulantes cuyas narices congeladas sobresalen de sus apolillados sombreros de piel traídos desde Rusia por sus antepasados”. Morand afirmaba que su novela France la Douce (“Francia la Dulce”, 1934) era una sátira; aunque no se trata de una Celine pidiendo directamente la masacre de todos los judíos, el libro, cuya trama discurre sobre el control judío de la industria cinematográfica aludiendo que su sólo objetivo es acaparar dinero y la degradación del gusto del público, ocupa un espacio prominente entre la literatura antisemita de la época.
En 1940 Morand estaba en Londres encabezando la misión de guerra. Como casi todos, salvo un puñado de los 800 burócratas franceses que se encontraban en Gran Bretaña en el momento del colapso francés, rechazaba el llamado de Charles de Gaulle a sumarse a la Francia Libre y en cambio se volvió a casa. En Vichy fue nombrado presidente de la Comisión de Censura Cinematográfica. En 1943 fue designado embajador francés en Bucarest, y por algunas de las semanas previas al fin de Vichy actuó como embajador en Berna donde tanto él como su mujer consideraron prudente permanecer mientras existiera algún motivo de recriminación en casa. En 1958, de Gaulle, a la sazón presidente de Francia, vetó la elección de Morand para integrar la Académie Française, solo para consentirla diez años mas tarde. A esa altura dichas idas y vueltas se habían vuelto moneda común en Francia, en este caso específico sirvieron para disimular la afiliación de Morand al fascismo como si ella hubiera sido solo una muestra más de su persistente “dandismo”.
Jean Giradoux era uno de los amigos y colegas mas cercanos a Morand. Conocía muy bien a Inglaterra y Estados Unidos y hablaba un fluido inglés. Un cuidadoso escritor, con estilo elegante y sutil, plagado de ironías. El también llenaba sus escritos con expresiones denigrantes hacia los judíos. En una obra autobiográfica que fuera publicada en 1939, afirmaba que “estamos en total acuerdo con Hitler y su proclama sobre que la política (nacional) adquiere una forma superior solamente cuando es racial”. En cuanto a los judíos, había sido presentado a una familia de Europa del Este, a la cual describió como “negros inertes, como piojos en un jarro”. “Los judíos” escribió, “ensucian, corrompen, pudren, corroen, rebajan y devalúan todo lo que tocan”. En vísperas de la guerra, fue designado para dirigir la Comisión de Información, supuestamente como contrapeso al Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels en la Alemania nazi, pero en verdad complementando las opiniones racistas de este último. En París, durante la ocupación, se mezclaba asiduamente con los oficiales alemanes y sus colaboradores; una obra de teatro suya subió a escena en 1943. Su muerte, al año siguiente, lo salvó de haber tenido que rendir cuentas.
Paul Claudel (1868-1955) combinó su carrera diplomática con la literatura. Un acérrimo católico y un conservador político, lo podemos describir como un “hombre de mundo” que parecía ser el portaestandarte contemporáneo de los valores y las tradiciones de la Francia prerrevolucionaria. San Luis y Juana de Arco, a quienes constantemente invocaba, eran para él símbolos vivientes. Cuando W.H. Auden escribió “el tiempo… perdonará a Paul Claudel, Lo perdonará por escribir bien” estaba expresando el punto de vista de su generación que sostenía que, a pesar de sus limitaciones, Claudel era una estrella literaria de primer nivel, un Yeats o Eliot francés.
El padre y la hermana de Claudel, según admitió más tarde, fueron admiradores del polemista Edouard Drumont, un notorio antisemita, que también admitió que durante el proceso Dreyfus no había estado “en el bando correcto”. Su primer destino, en 1893, fue el de Cónsul francés en Nueva York. Seguidamente fue destinado por cinco años a China. Hacia 1910, cuando Dreyfus ya había sido sobreseído, Claudel escribía a su colega católico Charles Peguy, un militante de la fe, pero Dreyfusista, “Tengo dificultad en comprender cómo puedes negar el rol del judaísmo en este asunto. He vivido en todos los países del mundo, y en todos lados me he encontrado con los periódicos y la opinión pública en manos de los judíos. Estuve en Jerusalén en diciembre de 1899 y en el momento de la segunda condena (de Dreyfus) pude ver la rabia de esos piojos con rostros humanos que viven en Palestina durante las razias que efectúan los de su mismo pelaje contra la cristiandad”.
En los primeros años del siglo XX, Claudel empezó a crear personajes judíos con fines literarios. Ali Habenichts y Sichel son los nombres que les da a un padre y a una hija en una trilogía teatral. Hacer dinero, la asimilación, y la ausencia de todo patriotismo son sus rasgos sobresalientes. Claudel hace decir a Sichel: “Para nosotros los judíos, no existe un pedazo de tierra más grande que una moneda de oro”.
En la década de 1920 Claudel fue embajador francés en Tokio y luego en Washington (donde recibió a Morand). Pero su punto de vista parece haber evolucionado cuando uno de sus hijos se casó con la hija de Paul-Louis Weiller, un prominente judío francés que era el director general de una de las principales empresas de fabricación de motores aeronáuticos.
En 1935, Weiller incorporó a Caludel al directorio de su empresa asignándole un abultado salario; tal vez fortuitamente, Claudel escribió entonces una carta abierta al Congreso Mundial Judío objetando las leyes raciales de Nuremberg como “legislación abominable y estúpida dirigida contra los de vuestra religión en Alemania”.
Aparentemente su punto de vista parece haber sido variable. La culminación del régimen parlamentario de la Tercera República, en junio 1940, alivió a Claudel. Después de 60 años, escribió en su diario, que Francia había sido finalmente liberada “del yugo del partido radical y anticlerical (profesores, abogados, judíos, masones)”. El reemplazo de la democracia por un sistema autoritario basado en los valores católicos fue siempre su ideal. Conocía al Mariscal Petain, quien había votado para su incorporación en la Academia, en 1935. Por otra parte, desaprobaba la colaboración irrestricta con Alemania como recomendaban algunos católicos. Para esta altura, y ya en sus tempranos setentas, Claudel se retiró a su casa de campo, en la zona no ocupada.
El 6 de octubre de 1940, Paul-Louis Weiller fue arrestado bajo cargos ficticios. Claudel marchó a Vichy para interceder por él, sin ningún resultado. Poco tiempo después se revocó a Weiller su ciudadanía francesa y se le confiscaron sus propiedades, dejado en libertad, alcanzó a escaparse a Nueva York. El 27 de diciembre, Claudel publicó una oda a Petain, presentándolo como un salvador nacional, esto es, como prácticamente un santo.
En una entrevista conferida después de la guerra explicaría su entusiasmo por Petain con la frase, “Me cautivó”.
Sea como fuere, el 24 de diciembre de 1941, Claudel le escribió al Gran Rabino de Francia expresándole “el disgusto, horror, e indignación que todo francés decente, especialmente los católicos, sienten respecto a las injusticias, despojos, y malos tratos de los cuales son víctimas nuestros compatriotas judíos”. Los católicos, concluía, nunca olvidarán que “Israel ha sido siempre el hijo mayor de la promesa (de Dios), transformándose hoy en el hijo mayor del sufrimiento”. El titulo de Ambassadeur de France al pie de su firma daba mas peso a este acto de coraje civil. Cuando esta carta fue publicada, las autoridades de Vichy, que sospechaban ver la mano de Claudel en la fuga al exterior de Weiller, prontamente registraron su casa y lo mantuvieron bajo estricta vigilancia. En septiembre de 1944, envuelto en los tortuosos vericuetos de este período tormentoso, Claudel publicó una oda a de Gaulle, tan embarazosa en su florida obsecuencia, como lo fue su anterior oda a Petain.
Claudel fue uno de los primeros en comprender que el Holocausto era un acontecimiento como ningún otro, una mancha eterna para la Europa Cristiana. Pero también pensaba que podría haber algo de “providencial” en ello, una “efectividad redentora”. Por el resto de sus días, rumió en su visionaria manera sobre el “misterio de Israel” y su “vocación”.
De todas formas, su respaldo al Estado de Israel fue genuino, y marcó un giro total sobre su visión anterior respecto de los “piojos con rostros humanos”. Aun así, el lugar que ocupaban los judíos en el mundo moderno seguía siendo para él una incógnita. Los judíos eran, para él, una gente aparte, pero también “ecuménica”; posesores de la Tierra Santa no por algún lazo o derecho histórico, sino como embajadores de la humanidad, con “un mensaje dirigido al hombre mientras emerge puro de las manos de su Creador”. Aun para alguien que tratara sinceramente de comprender los hechos de su época, los judíos evidentemente no podían ser vistos como seres humanos como cualquier otro, sino como agentes de otros propósitos; a veces más bajos, a veces más altos.
El Rescate de los Mufti
El Mufti de Jerusalén, simpatizante del nazismo y residente en Berlín desde 1941, se trasladó a París en la inmediata posguerra.
Durante la presidencia de Miterrand, el Quai d’Orsay fue la principal institución europea proárabe y antiisraelí.
“Odiamos a Francia- ella es la enemiga del Islam y de la religión, porque está gobernada por ateos y por judíos”. Así se expresaba uno de los tantos nacionalistas y propagandistas árabes en la Radio Roma de Mussolini, en 1938. En líneas similares, una grabación distribuida en el norte de África decía: “El judío se alimenta de ustedes (árabes) como el lobo se alimenta de las ovejas; Francia lo protege; es el agente de Francia; la herramienta de Francia. Alemania está arrestando a los judíos y confiscando sus bienes. Si no fueran los esclavos de Francia, ustedes podrían hacer lo mismo”.
El colapso de Francia en 1940 y su posterior ocupación por Alemania deshizo la moral y la autoridad política del país como potencia imperial. A pesar de que, como líder de la Francia Libre, el general de Gaulle basaría su discurso en promesas de independencia a las colonias francesas y a los países de Medio Oriente bajo mandatos, éstas eran promesas que evidentemente no tenía intención de honrar en ningún futuro inmediato. Aun así, los nacionalistas árabes del norte de África y el Levante se sintieron invitados a rebelarse y tomar el poder.
El 8 de mayo de 1945, fecha que marca la victoria aliada en Europa, los argelinos se rebelaron en el pueblo de provincia de Setif. Mas de 100 franceses fueron entonces asesinados, y otros tantos heridos. En las represalias que siguieron, al menos 6.000 argelinos perdieron la vida. Al mismo tiempo, la ley y el orden colapsaron también en Siria y el Líbano.
Mas de 400 sirios fueron asesinados y el Parlamento de Damasco resultó destruido. Las fuerzas británicas estacionadas temporariamente en Siria y el Líbano como consecuencia de la guerra, ordenaron que las mucho más débiles fuerzas francesas se replegaran a sus barracas, efectivamente cancelando el mandato francés y otorgando la independencia a ambos países. En la Asamblea Nacional, el canciller Georges Bidault advirtió a los británicos con un proverbio latino: “Hodie mibi, cras tibi” – hoy por mí, mañana por tí.
En ese mismo mes de mayo, Haj Amin al-Husseini, el notorio Mufti de Jerusalén, junto con su personal compuesto de unos dieciséis auxiliares y oficiales asignados a él por la Gestapo Nazi, abandonaron lo que había sido la Silesia ocupada por Alemania, huyendo a Suiza. Al denegarse el asilo en ese país a este hombre y a su séquito se encontraron en manos de las autoridades francesas.
Haj Amin había sido el responsable de rechazar cualquier noción de una posible partición Palestina entre árabes y judíos y de precipitar la revuelta árabe de 1936 en la cual murió mucho personal británico así como también muchos árabes y judíos. Con el beneplácito francés escapó en 1938 al Líbano, participando luego del golpe antibritánico de 1941, en Irak, antes de finalmente- refugiarse en Berlín. Fotografías de la época lo muestran con sus hábitos clericales y con su turbante en compañía de Hitler, Goebbels, Himmler y Eichmann, tanto en ocasiones públicas como privadas, incluyendo una visita a Auschwitz. Luego de la invasión aliada del norte de África, en noviembre de 1942, cuando los alemanes tomaron el control de la Francia Vichy, Haj Amin incitó a Hitler a hostigar a las poblaciones de ambos lugares para lograr romper así el “el yugo judeo-anglosajón”.
También reclutó una división bosnio-musulmana para la SS, acto por el cual tanto los norteamericanos, los ingleses, y los yugoslavos pidieron su extradición, como criminal de guerra.
El 11 de mayo de 1945, el Ministerio del Interior informó al “Quai d¨Orsay” que Haj Amin era considerado “el cerebro del espionaje alemán en todos los países musulmanes”.
Al día siguiente, la embajada francesa en El Cairo confirmó lo que de ahí en más se convirtió en política oficial. “El Muftí indudablemente ha traicionado la causa aliada,” decía el telegrama. “Pero más que nada ha traicionado a Gran Bretaña sin afectarnos directamente a nosotros. Nada nos obliga por lo tanto, a tomar ninguna medida que pudiera dañarnos con los países árabes”. El punto principal era que Haj Amin tenía el futuro de Palestina en sus manos en un momento en que “los problemas de Palestina permanecían abiertos”.
El 18 de mayo, en una nota catalogada de “Urgente”, Jean Chauvel, en esos momentos Secretario General del “Quai d’Orsay”, confirmaba al ministro de guerra que Haj Amin era “capaz de imponerse ante la comunidad musulmana”. Para 23 de mayo Chauvel había notificado a las embajadas relevantes que “a pesar de las fuertes acusaciones en su contra, Haj Amin debía ser tratado con una consideración especial”. Siendo el motivo su “prestigio religioso”. Un documento anónimo del 30 de mayo, aparentemente manuscrito por Chauvel, aseguraba que “en un momento en que la política (británica)… tiende a apartarnos completamente de Siria, debemos hacer uso de la importante personalidad que ha caído en nuestras manos y ante todo negarnos a entregarlo a nuestros amigos ingleses”.
Haj Amin fue alojado en una una villa de los suburbios de París. Lo acompañaban dos secretarios y un cocinero provisto por la mezquita de París. El mensajero del “Quai d’Orsay”, Henri Ponsot, un ex-Alto Comisionado y Embajador en Siria, quedó impresionado por “ese aire de dignidad y aristocracia” del Mufti, así como por su intelecto y su correcto francés. En cuanto a los crímenes de guerra, Haj Amin aludía no saber nada de los campos de exterminio y que jamás había oído hablar de “Karl Hichman” (versión distorsionada por Ponsot de Adolf Eichmann). Estando de acuerdo, Ponsot transmitió el punto de vista de Haj Amin de que como Inglaterra estaba imposibilitada “de librarse de la influencia que el mundo judío tenía sobre sus políticas”, Francia y los estados árabes tenían que ponerse de acuerdo para arreglar el futuro tanto de Siria como de Palestina.
Lo que ofrecía Haj Amin, informaba Ponsot el 26 de junio, era tanto una colaboración “positiva”, a cambio de la cual prometía aplacar la agitación general árabe respecto a Siria, o, lo que era igual de beneficioso, una colaboración “negativa”, en cuyo caso provocaría diversas crisis, tanto en Palestina, como en Egipto, Irak y Transjordania “en beneficio de nuestras propias políticas”. (Estas últimas palabras de Ponsot están levemente borroneadas del documento).
Para fines de julio, Haj Amin había sido trasladado a una confortable casa de campo en donde se le permitía recibir visitas, caminar bajo supervisión por el parque, e ir a París, donde el modisto Lanvin le confeccionó un traje civil. Los documentos infieren ayuda material y financiera, en medio de una atmósfera de creciente acercamiento. En un informe al “Quai d’Orsay” fechado el 14 de agosto referente a una visita al Mufti, Louis Massignon, el mas distinguido profesor orientalista de Francia, no pudo resistirse a transmitir confidencialmente que habían conversado en árabe y que el se había dirigido al Mufti como “za’imnaa”, esto es: nuestro líder. Haj Amin, escribió Massignon, “esta persuadido que puede estructurar una cooperación franco-árabe duradera”, y pedía permiso para recibir a diplomáticos árabes ya que “el tiempo apreta, si los sionistas atacan”.
Para estas alturas ya se hablaba en el Ministerio de dejar a Haj Amin en libertad. Si los británicos insistían en someterlo a juicio, comentaba Chauvel en octubre, “probablemente nos veremos obligados a filtrarlo directamente a Suiza”. En abril de 1946, la prensa francesa hacía público un documento de inspiración oficial anunciando que el gobierno no impediría la partida de Haj Amin hacia algún país árabe. Tomando la iniciativa, éste voló desde Orly hasta El Cairo en un avión de la TWA. Bajo el nombre de un colega que había estado con él en la Alemania nazi, y usando su flamante traje de Lanvin, viajó con un pasaporte sirio falso. Una vez en El Cairo, mantuvo entrevistas regulares con miembros de la misión francesa local, quienes alababan su “especial interés en las actividades culturales francesas” aunque también expresaban sus reservas respecto a su confiabilidad.
El 11 de octubre, Haj Amin emitió su agradecimiento oficial al gobierno francés por su hospitalidad y por la aprobación tácita de su fuga. En un anexo secreto, reiteraba su tema favorito: los gobiernos británico y norteamericano estaban en manos de los judíos, como lo había estado en Alemania, “donde gracias a la simpleza natural de sus líderes, los judíos, antes de Hitler, poseían todas las riendas de mando”. Ahora, les decía a los franceses, es la oportunidad para que “vuestra civilización, vuestra espiritualidad, y vuestro liberalismo” lleguen a un acuerdo con los árabes.
Desde El Cairo, Haj Amin marchó al Líbano. Todavía en contacto con la burocracia francesa, hizo cuanto pudo para orquestar su política “negativa” de violencia contra el emergente Estado de Israel, una política que desde entonces generó la ruina de los árabes palestinos y afectó adversamente a Medio Oriente.
Louis Massignon
Para sus contemporáneos, Louis Massignon expresaba la creencia de que Francia era, sin duda, un “Poder musulmán”- y que el deber de los judíos era el de acomodarse a la concepción que de ellos tenía el resto de la humanidad. Nacido en 1833, Massignon era un intrigante particularmente brillante; un fabulador con una personalidad lo suficientemente fuerte como para persuadir a sus interlocutores que las vueltas de su imaginación se correspondían con el mundo real. Desparramó así mistificación por todo el “Quai d’Orsay”, con un efecto prolongado.
En el Cairo y en Bagdad, antes de la Primera Guerra Mundial, Massignon aprendió las lenguas del Medio Oriente e inició la labor de investigación que culminó con una cátedra en el College de France y una creciente reputación de orientalista. Su especial interés escolástico era Mansur al-Hallaj, un místico shiita medieval que fuera en su momento torturado a muerte como hereje, en Bagdad, en el 922. Un amigo español, Luis de Cuadra, lo introdujo en el bajo mundo homosexual en El Cairo. Poco después, consumido por el remordimiento, tuvo una epifanía religiosa, una visión que tituló “el fuego divino”. Creía que él también tenía vocación religiosa, y que estaría acompañado en ella por el martirio de Jesús y al-Hallaj.
El matrimonio no interfirió para nada en los incesantes viajes, ni en el trabajo de Massignon.
Paul Claudel, un viejo amigo y testigo de su boda, le escribió desde Praga en febrero de 1911, “Serías un agente incomparable. Ya le hablé de ti a mi amigo Berthelot, a quien debo presentarte algún día”. Aunque los archivos Massignon en el “Quai d’Orsay” permanecen todavía cerrados, hay suficiente material del dominio público que demuestra que indudablemente actuaba como una suerte de embajador itinerante, encargado de misiones secretas y confidenciales. Generalmente identificado como cabeza de una “misión científica”, viajaba con pasaporte diplomático. Argelia, Marruecos y Siria estaban entre sus principales zonas de interés, admitiendo en uno de sus libros que había “navegado bajo falsos colores en Damasco, desde 1920 hasta 1945”.
En 1917, como miembro de la misión de Georges-Picot, Massignon estaba presente en la captura y entrada en Jerusalén de las fuerzas británicas. Así como, hemos visto, estaba también T. E. Lawrence. Comunicándose entre ellos en idioma árabe, estaban todos cortados por el mismo patrón; así como el propio Lawrence siempre sospechaba lo peor de los franceses, Massignon siempre sospechaba lo peor de los británicos.
Tanto para Massignon como para Claudel, los judíos eran un “misterio” teológico, y ambos conducían sus diálogos privados con Dios para llegar al soñado gran beneficio de la cristiandad. Se tomó su tiempo decidiendo cómo encajaba, o no, el Sionismo en sus esquemas católicos de las cosas. Trabajar la tierra podía ser redimible para algunos proletarios judíos, pero en la trastienda, advertía ya en 1920, estaba “el horrible Israel de los cosmopolitas, banqueros sin patria, que habían explotado el imperialismo anglosajón,… corroyéndole hasta los huesos”. De visita en Jerusalén y en Tel Aviv, en 1934, detectó “poderosas intervenciones financieras” que solamente servían para la supervivencia del Sionismo. Cada vez se le hizo más fuerte la convicción que solamente “un bloque franco/islámico” salvaría a Tierra Santa, y a todo Medio Oriente.
En un articulo de 1939, Massignon deploraba como “El Asquenismo germanizado había tomado el asunto palestino en sus manos, con la perfecta e implacable técnica del mas exasperante colonialismo; lentamente desplazando a los “nativos” árabes hacia el desierto”. Al estallar la guerra se encontraba bajo las órdenes de Giradoux, dirigiendo la propaganda en los países musulmanes. Su mentalidad de esa época queda expuesta en un comentario que hizo a un devoto alumno que se había convertido al Islam; “Mi país es el mundo árabe”. En la misma tónica había escrito antes a Claudel, “Es en Arabia, sin duda, donde (Dios) se alegra que algún día le sirva”. Como signo de mortificación, ayunaba durante el Ramadán.
Después de la guerra, Massignon hizo campaña -con apasionada furia- contra la creación del Estado de Israel. Cualquier arreglo que se hiciera con el Sionismo estaba, según él, intrínsecamente mal- la patria judía era “una imposición de la cual no debemos ser cómplices”- y servirá solamente para “convulsionar a nuestro Norte de África”.
No necesariamente una nación, el judaísmo no significa nada, a no ser que se exprese espiritualmente, y si esta espiritualidad es exclusiva, como están tratando que sea, en contra de los árabes musulmanes, será una catástrofe”. Fundo un Comité para ayudar a hacer “lobby” para esa causa y mas que nada para retener los sitios sagrados en manos franco/católicas. En un extenso artículo impreso, sostuvo que el infame libelo sanguinario que acusaba a los judíos de necesitar sangre cristiana para sus ritos tenía una base histórica auténtica.
El voto de las Naciones Unidas de 1947 en favor de la partición- al cual el “Quai d’Orsay” se adhirió- destrozó a Massignon. Sus frecuentes artículos en publicaciones católicas como Temoignage Chretien y L´Aube se tornaron plagados de religiosidad e histeria política.
Según él, el reconocimiento cristiano o árabe de Israel no tenía ningún valor jurídico.
El “Estado-sin-Mesías de Israel” se había formado a expensas de los árabes, quienes eran “víctimas de la repulsiva tecnología yanqui”. Obsesionado con la Virgen María, insistía en que “el mundo no conocerá justa paz hasta que Israel (los judíos) reconsidere su rechazo a la Madre de Jesús” De visita en el Estado de Israel, en 1949, sintió que “se le partía el corazón por la ignominia de los judíos”. Un enojado Claudel terminó con una amistad de toda la vida, escribiendo en su diario que Massignon “se había salido de sus casillas, como siempre”.
En 1950, en El Cairo, la ciudad donde descubrió su homosexualidad, Massignon tomó los sagrados hábitos, como cura de la Iglesia Melquita de Oriente. A su muerte, en 1963, muchos de sus colegas del “Quai d’Orsay” lamentaron la pérdida de un genio. Desde entonces y para siempre, las enseñanzas y el showmanship de Massignon han servido para reforzar al “Quai d’Orsay” en su predisposición colectiva a favor de los árabes y en su punto de vista de que está mucho mejor equipado para definir a los judíos, y ordenar su ruta, que los propios judíos.
“Un Ejemplo Pernicioso y Un Gran peligro”
El Estado de Israel, proclamado el 14 de mayo de 1948, fue reconocido formalmente por Francia recién un año más tarde.
Nominalmente victoriosa en la Segunda Guerra Mundial, Francia en realidad se asemejaba más a uno de los derrotados. Su lugar en el mundo tenía que rehacerse desde cero: lo mismo le pasaba ciertamente al “Quai d’Orsay”.
En 1945, se admitieron a la “carrera” entre 100 y 200 antiguos combatientes o miembros de la resistencia, sin rendir examen alguno. Ese año también vio la fundación de la Ecole Nationale d’Administracion (ENA), con el propósito de entrenar a los funcionarios civiles; un puñado de sus graduados se convertirían en diplomáticos. En teoría esta era una nueva dispensa, en la práctica la antigua mentalidad institucional permanecía intacta, En lo referente a Medio Oriente, el Sionismo era considerado, más que nunca, como un peligro para las conveniencias diplomáticas francesas que sostenían que las relaciones con los países árabes serían mucho mas llevaderas y equitativas.
Hay numerosas pruebas de esta persistente actitud. Como tímidamente observa el historiador Jean-Baptiste Duroselle, el primer Ministro de Relaciones Exteriores de la posguerra, Georges Bidault, era “receptivo a los argumentos de los islamistas del “Quai d’Orsay”.”Christian Pineau, un posterior Ministro de Relaciones Exteriores con buena disposición hacia Israel (y, de casualidad, yerno de Jean Giradoux), se franquearía en su autobiografía, describiendo la política del “Quai d’Orsay” hacia Medio Oriente como caracterizada por una motivación antisemita “mas o menos consciente”. Chauvel, el Secretario General, advertía a los periodistas en contra de Pineau y hacía lo que podía para tratar de frustrar sus iniciativas. En sus propias memorias Chauvel escribe el revelador comentario que al terminar la guerra, “judíos y comunistas, antiguamente intocables y frecuentemente exiliados o viviendo escondidos, habían sido reintegrados con honores en la comunidad”.
Los archivos también sacan a la luz las predisposiciones del “Quai d’Orsay”. En los primeros meses de 1945 se creó un comité para “examinar los diversos problemas referentes a la cuestión judía”. Dicho comité parecía una resaca de Vichy. Su presidente, Henri Ponsot, considerado como una de las autoridades más eminentes en materia de Medio Oriente, visitaba regularmente al muftí, Haj Amin, para cortejarlo y promoverlo. El Holocausto y sus consecuencias figuran en los archivos solamente bajo una mención periférica, con estilo eufemista. El siguiente es un informe sobre los prospectos de la posguerra fechado el 15 de abril de 1945:
“Es factible que muchos israelíes que fueron forzados, bajo presión, a abandonar sus países de origen o sus residencias no quieran volver a ellos. Por un lado, nos podemos preguntar si sería conveniente incluir en los tratados de paz cláusulas minoritarias a favor de los israelíes, y por otro lado parece recomendable apoyar de alguna que otra forma su radicación, ya sea en Palestina o en algún otro territorio que se decida.”
El comité rápidamente concluyó que el Sionismo se enfrentaba a “obstáculos enormes” y que Palestina no era el lugar apropiado para un estado judío.
Los sionistas que mantenían contacto con diplomáticos franceses eran vilipendiados o tratados sin ninguna condescendencia en varios documentos. Sobre David Ben-Gurion se decía que era “ávido de ambiciones”. En el margen superior derecho de un manuscrito un manuscrito personal se leen las palabras: “Nacionalidad: Judío”. El dossier de Moshe Shertok (luego Sharett) lleva la misma identificación, y en una nota aparte se lee: “como todos sus compatriotas es altamente ducho como periodista de propaganda, pero mucho menos como político”. Abba Eban “tiene el don de hacerse el ofendido y de distorsionar los hechos” Sobre Menajem Beguin, el cónsul francés en Haifa, Pierre Landy, escribía: “de modesta apariencia, posee el aspecto humilde de un pequeño comerciante”.
Los representantes franceses en El Cairo, Beirut, Damasco y Amman, insistían con cada vez mas urgencia que cualquier respaldo al Sionismo o al naciente Estado de Israel estaba destinado a irritar el nacionalismo árabe y, por lo tanto, a dañar los intereses franceses.
Los problemas morales, reales o equivocados, no eran como para tener en cuenta; el poder estaba en juego. Armand du Chayla, Ministro en el Líbano, comparaba el proyectado Estado judío con el Japón de la guerra; “sus exacerbadas ansias de poder” -decía- estaban destinadas a generar otra catástrofe. Otros miembros del departamento basaban sus opiniones en la supuesta necesidad de proteger la presencia cultural y religiosa de Francia en Tierra Santa.
A pesar que Francia finalmente votó a favor de la partición, previamente utilizó todas las medidas diplomáticas que estaban a su alcance, tanto en las Naciones Unidos como en cualquier otro lado, para evitar o demorar ese voto. Alexander Parodi, su delegado ante las Naciones Unidas, explicaría más tarde que su país había estado motivado por el deseo de mantener buenas relaciones con el mundo árabe. De ser así, el voto final a favor de la partición era solo una parodia, como lo señalaba un funcionario anónimo del “Quai d’Orsay” al Ministro de Relaciones Exteriores, escribiendo que Francia era ahora una “republica bananera”, incapaz de mantenerse firme contra Gran Bretaña (que, en cambio, se había abstenido de votar).
En una entrada en su diario personal, fechada 29 de junio de 1948, seis semanas después de que Israel se declarara como Estado, Vincent Auriol, en ese momento Presidente de la República, relata un encuentro con Parodi. Este último mantenía entonces la posición de que un estado judío en medio del mundo árabe era una garantía de estabilidad, por lo tanto p ositivo para los intereses franceses, pero que las cosas debieron de haberse conducido de forma de evitar cualquier sensación de una derrota para los árabes. Sin duda debido a alguna de estas consideraciones, Francia le negaría el reconocimiento “de facto” a Israel hasta enero de 1949; el reconocimiento “de jure” vino después, cuatro meses más tarde.
Rene Neuville fue el Cónsul General en Jerusalén desde 1946 hasta 1952. Sin duda inteligente,era de una mente tan cerrada como sincera. Su incapacidad de llegar a aceptar la idea de un Estado judío es un caso de estudio sobre la formación de las políticas del “Quai d’Orsay”.
Los judíos, escribe Neuville en un abultado despacho fechado 12 de abril de 1947, eran “racistas sí o sí… muy similares a sus perseguidores alemanes, a pesar de sus pretensiones democráticas”.
Desde los tiempos bíblicos en adelante, se las han ingeniado para inculcarse ellos mismos la convicción de ser el pueblo elegido de Dios, y gracias a esto han desarrollado una xenofobia y un fanatismo que no puede adjudicarse simplemente a un sentir nacional. La prensa sionista, afirmaba luego, “demuestra sin lugar a la mas mínima duda los rasgos ancestrales de un estado mental completamente oriental” A los judíos no había que permitirles bajo ningún motivo control alguno sobre los lugares sagrados y había que negarles convertirse en un estado, sostenían.
En un informe escrito en términos bastante similares, fechado el 4 de abril de 1948, Neuville advertía que la fundación de un estado judío significaría la muerte de todas las esperanzas puestas en las Naciones Unidas, una victoria del “oscurantismo sobre el iluminismo… un ejemplo pernicioso y un gran peligro”. Al mismo tiempo Neuville preveía una victoria árabe en las hostilidades que se desarrollarían, temiendo a su vez que esto acarrearía el peligro de una mayor militancia árabe en el Noráfrica francés.
En abril de 1950, Neuville acompañó a su superior Jean Binoche en una visita de una semana a través de Israel. En una nota al “Quai d’Orsay”, Binoche describe a Neuville diciendo que “es susceptible, fogoso y amargo, pero poseedor de un ardor que me cuesta encontrar en la gente de nuestra casa”. Recomendaba mantener a Neuville controlado, agregando la idea de llevarlo a conferenciar en París junto con los embajadores tanto en Israel como en Jordania. “Hoy”, según el iluso Binoche, “es indispensable que el departamento defina claramente la línea política de Francia”.
Aprovechándose
El golpe de estado que fuera protagonizado en el Cairo en 1952 por Gamal Abdel Nasser junto con otros autotitulados “Oficiales Libres” transformó el nacionalismo árabe y el pan-islamismo en causas populares. En cada país árabe tras otro, especialmente en el Norte de Africa francés, los reclamos de poder rápidamente imitaron a Nasser. Uno de ellos fue el Frente de Liberación Nacional –FLN– en Argelia.
En noviembre de 1954, una serie de violentos atentados terroristas señalaron el comienzo de la campaña del FLN por la independencia. La emisora radial de Nasser, “la Voz de los Árabes” incitaba a sumarse al FLN; sus cabecillas tenían sus cuarteles en El Cairo, Nasser les facilitaba armas clandestinamente. Con una duración de ocho largos y sangrientos años, el conflicto produjo algo similar a una guerra civil en Francia misma, y terminó con el regreso del General de Gaulle al poder. Mientras tanto, las idas y venidas de la política francesa tuvieron imprevistas y dramáticas repercusiones que afectaron la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Como uno de los principales objetivos de Nasser y del nacionalismo árabe, Israel sorpresivamente adquirió una serie de intereses comunes con Francia – o más bien con algunos de los tomadores franceses de decisiones. Así fue que el Ministerio de Defensa y los comandantes de las Fuerzas Armadas colaboraron incondicionalmente con Israel con el convencimiento de que al así hacerlo ayudarían a derrocar a Nasser y a preservar a la Argelia francesa. Aparte de algunas publicaciones hostiles católicas, los medios también apoyaban a Israel, así como la opinión pública en general. El sentimiento de culpa por las deportaciones realizadas durante la guerra tenía -en esto- un gran peso; así como la admiración por el espíritu de autodeterminación de Israel. Todo esto constituía un abierto, aunque parcial, repudio al “Quai d’Orsay” y a su enquistado pro-arabismo.
Solamente la venta de armas confería alguna importancia a Francia en Medio Oriente.
Desde el punto de vista israelí, el abastecimiento de aviones, tanques y artillería pesada era urgente para impedir que Nasser aprovechara la ventaja militar que le suministraba la Unión Soviética. Mientras tanto, los Estados Unidos y Gran Bretaña se refugiaron tras una declaración que se negaba a suministrar armas a las partes beligerantes de la región.
Los fabricantes franceses de armas y el Ministerio de Defensa se apresuraron entonces abastecer a Israel. Por su lado, el “Quai d’Orsay” hizo todo lo que estuvo a su alcance para para bloquear dichas ventas o para asegurarse que las mismas fueran tan mínimas como para no resultar efectivas.
La interna inter-ministerial tenía algo de conspiratorio. Pierre- Etiene Gilbert, embajador en Israel desde 1953 hasta 1959 y un ser absolutamente excepcional entre sus colegas, fue el primer diplomático francés en admirar públicamente al Estado de Israel. Gilles reunió al personal de defensa israelí con su contrapartida francesa: Maurice Bourges- Maunory, el Ministro de Defensa, y Abel Thomas, su jefe de personal. En “Comment Israel fut sauvé” (Como se Salvó Israel), Thomas recuerda “nuestras peleas y nuestras chicanas con el “Quai d’Orsay”” y como “se acordó que la administración del “Quai” no sería de ninguna manera involucrada” en las políticas concernientes a Israel. Como consecuencia, el “Quai d’Orsay” reaccionó con comprensible enojo y frustración; en marzo de 1956, Pierre Maillard, del Departamento de África/Levante, informó a un interlocutor israelí que los acuerdos de armas Franco-Israelíes eran una aberración, y que no había ninguna base de cooperación entre ambos países.
El tratado militar de septiembre de 1955 entre Egipto y Checoslovaquia, seguido por la nacionalización del Canal de Suez, fueron hechos trascendentales de la trayectoria de Nasser. Los gobiernos franceses e israelíes tenían una misma opinión: solamente una guerra preventiva podía eliminar el peligro que Nasser representaba para ambos. El Primer Ministro Ge Mollet se esforzó por tratar de persuadir a los dubitativos británicos a sumarse a lo que sería la conspiración real tras la campaña de Suez de 1956. Hay una clara advertencia en la recomendación del Ministro de Relaciones Exteriores Pineau al Ministro de Defensa: “Principalmente, ni una palabra al “Quai d’Orsay””.
Pero la animosidad y los secretos entre aquellos que tomaban decisiones vitales no podía, y no pudo, derivar en una coordinación eficiente. Desgraciadamente, intervinieron los Estados Unidos, obligando a los británicos y franceses a retirar sus fuerzas invasoras, para luego forzar a Israel a evacuar la Península de Sinai y la Franja de Gaza. En 1957, en un gesto compensatorio, Francia acordó construir a Israel una planta nuclear en Simona, con instalaciones mucho más avanzadas que las que tenían los mismos franceses. Desde ese momento en adelante, las relaciones franco/israelíes declinaron en pasos sucesivos e inexorables.
La emergencia de Nasser como el político que salió victorioso de la campaña de Suez encendió al nacionalismo árabe hasta convertirlo en la ideología principal del Medio Oriente. El FLN evidentemente ganaría luego el poder en Argelia y el ejército francés lo perdería. En 1958, emergiendo de su retiro, de Gaulle, una vez más, asumió el rol del “salvador” nacional. A medida que la campaña de Suez ingresaba en la Quinta República, la disputa árabe/israelí se fue transformando en uno de los temas internacionales mas complejos. Metódicamente, el “Quai d’Orsay” comenzó el despegue francés de Israel. En 1959, en un gesto hacia el boicot económico árabe, logró cancelar un contrato para el armado bajo licencia de automóviles Renault en Haifa. Al año siguiente, Ben Gurion se encontró con de Gaulle en el Palacio del Elíseo; el “Quai d’Orsay” hizo todo para asegurarse que ello no fuera considerado como una visita de estado, y que la bandera de Israel no flameara en el hotel donde se alojó el visitante israelí.
En un informe oficial presentado a de Gaulle en 1963, Jean Chauvel escribió que Israel desplegaba un “carácter heterogéneo en relación a todo lo que la rodeaba”. Este eufemismo hacia la presencia israelí lo llevó a la conclusión que, si las buenas relaciones franco/israelíes “de ninguna manera dan crédito a Francia en Arabia”, una mayor cooperación entre árabes y franceses “es no solamente aceptable, sino deseada”. Bajo Maurice Couve de Murville, el largamente activo Ministro de Relaciones Exteriores de de Gaulle y un duro crítico de la campaña de Suez (y defensor de la independencia de Argelia), el “Quai d’Orsay” se vengó de los años de Pineau, como lo atestiguan los historiadores Samir Kassir y Farouk Mardam – Bey, reafirmando su antigua “política musulmana”.
El tema fue que la Constitución de la Quinta República había cedido la conducción de la política exterior al Presidente, con el resultado de que el rol del “Quai ’Orsay” quedó reducido al de consejo y administración. Siempre peculiar, de Gaulle encaró una política basada más en su personalidad que en la realidad. Aunque hay numerosos testimonios sobre su declarada admiración por Israel y sus logros, también es cierto que en una época estuvo influenciado por Charles Maurras, un ardiente enemigo de los judíos. Con respecto a los árabes, el embajador Gilbert cita a de Gaulle como diciendo que eran “pura pasión, algunas veces demenciales. ¿Que se puede hacer con eso?” Lo más probable es que su más profunda convicción fuera que tanto los judíos como los árabes, así como todo el mundo, tenían que cumplir con las consignas emanadas de él mismo.
Principalmente,de Gaulle aspiraba a obtener el status de gran potencia para Francia, y con ese fin buscaba maniobrar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, poniendo a unos en contra de los otros y eventualmente retirando a Francia de la OTAN. Su esperanza fue que esta categoría de neutralidad militante alineara a todo el tercer mundo tras él. Pineau, el antiguo Ministro de Relaciones Exteriores, hablaba por muchos al afirmar que de Gaulle sentía “un odio moral” hacia Gran Bretaña y los Estados Unidos. Cada vez más resentido por la proyección de poder que iba adquiriendo esta última potencia en Medio Oriente, de Gaulle suspendió toda ayuda a la planta nuclear de Israel; emprendió un juego “del gato y el ratón” sobre el suministro de armas y aviones a Israel; y después de firmar un tratado de paz con Argelia, dio instrucciones a su Embajador en el Cairo para que adoptara “una actitud más liberal hacia Nasser”. Cuando Abba Eban, el Ministro de Relaciones Exteriores israelí, a principios de 1966 expresó su ansiedad por las relaciones de Israel con Francia, un irritado Couve de Murville replicó que “El General de Gaulle no tiene que estar palmándolo constantemente en el hombro, para reasegurarlo”.
Debido a una serie de cálculos políticos y militares equivocados, Nasser precipitó la Guerra de los Seis Días, en 1967. Durante los momentos previos al desenlace de la crisis, Francia embargó el envío de armas ofensivas a Medio Oriente, una movida que solo afectaba a Israel. En un encuentro con Abba Eban, de Gaulle le advirtió que no disparara el primer tiro. (“¡No me escuchan!” exclamó furioso y con su orgullo resentido, unos días después). También le dijo al Primer Ministro Británico Harold Wilson que Occidente le agradecería algún día por haber permanecido como “la única potencia occidental que mantiene alguna influencia hacia los gobiernos árabes”.
Después de la guerra, Roger Seydoux, luego Representante Permanente de Francia ante las Naciones Unidas, no se demoró en declarar que la reunificación de Jerusalén por parte de Israel era “inoportuna y carecía de fundamento jurídico”. Ese noviembre, de Gaulle -hablando en público- dijo que los judíos eran “gente elitista, seguros de sí mismos y dominantes”, y poseedores de “una devoradora ambición de poder”. En el escándalo que siguiera a esas declaraciones, de Gaulle pretendió suavizar sus comentarios diciendo que los había dicho como “cumplidos”.
En enero de 1969, en represalia contra los secuestradores palestinos que operaban desde el Líbano, comandos israelíes dinamitaron trece aviones civiles en Beirut. Nadie resultó herido en este prácticamente simbólico acto. “Es inconcebible, sin ningún sentido,” tronó de Gaulle, “Piensan que pueden hacer lo que quieren”. El embargo de armas fue entonces extendido a todo armamento, tanto defensivo como ofensivo. Francia, por lo tanto, renunció a cualquier influencia que pudiera haber tenido sobre Israel (como alegó en ese momento el pensador político Raymon Aron, en el transcurso de una fuerte polémica).
Mientras tanto, Rene Massigli, un altamente respetado ex embajador en Londres y luego Secretario General del “Quai d’Orsay”, habló en nombre de la comunidad de relaciones exteriores, repitiendo la muletilla de que los judíos franceses que respaldaban a Israel eran culpables de “doble lealtad”.
A pesar de que de Gaulle en una época desconfiaba del “Quai d’Orsay” terminó hablando en Francia del “poder musulmán”. En sus Memorias surge el siguiente juicio sumario:
“ningún estado de cosas estratégicas, políticas o económicas (en Medio Oriente) será duradero sin el respaldo árabe”. Pero su autosuficiencia había empantanado a su país en contradicciones, prejuicios y rencores. Francois Mauriac, Premio Nobel y ferviente gaullista, escribía en 1969: “He visto a gente enloquecerse debido a la política del General respecto a Jerusalén”. Había ganado el “Quai d’Orsay”, pero resultó una victoria pírrica.
Contradicciones Terminales
Durante la presidencia de Miterrand, el Quai d’Orsay fue la principal institución europea proárabe y antiisraelí
A medida que la inmigración árabe en Francia se incrementaba, sus sucesivos presidentes continuaron con la política de de Gaulle de lograr una asociación cercana entre Francia y los estados árabes. Durante las décadas posteriores a la guerra de 1967, Francia fue alimentando la ambición de liderar lo que sería la Unión Europea y la formación de un bloque lo suficientemente poderoso como para rivalizar con los Estados Unidos.
Siguiendo esta idea, el principal objetivo hacia Medio Oriente era el de lograr una paz que satisficiera las demandas árabes respecto de Israel para así eliminar la influencia norteamericana.
Una relación fluida con los árabes resultaba complicada tanto por los propios intereses franceses, como por el resentimiento árabe por la pérdida de una herencia que se considera gloriosa. A pesar de lo cual se tomaron diversas medidas. Incluyendo la suscripción de contratos petroleros favorables, especialmente en la postrimerías de la guerra de 1973 y del embargo de la OPEP; la venta de aviones de combate Mirage a Libia; y la construcción del reactor nuclear de Osirak, para Irak; el voto en las Naciones Unidas acusando a Israel de cometer crímenes de guerra en los territorios ocupados; la negativa al derecho de aterrizaje a aviones norteamericanos durante la guerra del Yom Kippur, de 1973; la autorización a la OLP de abrir una representación en París, con la consiguiente recepción a Yasser Arafat en el Palacio del Elíseo; e iniciativas diplomáticas destinadas a tratar de proteger a Saddam Hussein de las consecuencias de sus múltiples agresiones. Con la sola excepción de la Unión Soviética, ningún país del mundo hizo más que Francia para promover un estado de la OLP, y por consiguiente para amenazar la existencia de Israel.
Las políticas antiisraelíes se endurecieron bajo el mandato del Presidente Georges Pompidu, que gobernó desde 1969 hasta su repentina muerte en 1974, así como con su sucesor, Valery Giscard d’Estaing. El primero probablemente no era más pro-árabe que su mentor, de Gaulle. El último, tampoco parece haber tenido nada personal en contra de los judíos o Israel. Aún así, bajo su presidencia, desde 1974 hasta 1981, se intensificó el daño hecho hacia ellos, en favor de los árabes. Al comienzo de la gestión de Giscard, y obviamente bajo sus instrucciones, el “Quai d’Orsay” emitió un comunicado influenciado por la OLP, asegurando que para lograr una justa y duradera paz en Medio Oriente había que satisfacer las aspiraciones legítimas de los palestinos.
Seguidamente envió a su canciller, Jean Sauvagnargues, al Líbano para mantener un encuentro oficial con Arafat; el Secretario General del “Quai d’Orsay” asistió seguidamente a la OLP para la apertura de sus oficinas en París. En un misterioso incidente, Abu Daoud, un terrorista que encabezó el grupo responsable del asesinato de los atletas israelíes en Munich, fue arrestado en París, para ser casi simultáneamente liberado en Argelia. Giscard invitó a Arafat a realizar una visita oficial a París.
La guerra de 1973 amplió la grieta existente entre los aliados occidentales. Situando a los países de la Comunidad Europea contra los Estados Unidos, Giscard se negó a interrumpir la finalización de la construcción de la planta nuclear en Irak y al mismo tiempo comenzó activamente a remplazar a la debilitada Unión Soviética como principal proveedor de armas a Egipto y Siria. Con un lenguaje idéntico al de la OLP, criticó el tratado de paz entre Egipto e Israel suscripto en Camp David, en 1978. El analista Maurice Szafran habla de “guerra abierta” entre los judíos franceses y Giscard.
Los Ministros de Relaciones Exteriores de este período respaldaban el favoritismo francés hacia los estados árabes. De todos ellos, el mas obtuso fue Michel Jobert, quien se hizo cargo del “Quai d’Orsay” en 1973. Nacido en Marruecos, hablaba árabe fluídamente y había escrito una novela, situada en su pueblo Meknes, que describía a personajes judíos que eran impresentables. La política exterior francesa, solía explicar Jobert, no era pro árabe sino simplemente “activa, un justo reflejo de los intereses de Francia” en la zona árabe del mundo.
El sucesor de Giscard como presidente, Francois Miterrand –que fuera fascista en los treinta, funcionario de Vichy, gaullista y socialista- era un hombre política, moral y personalmente discutible. Su presidencia desde 1981 hasta 1995 llevó el sello de su personalidad oportunista y de su cínica inteligencia. Rápidamente, Miterrand demostró lo que Le Monde catalogó como su “talento para las triquiñuelas”.
Miterrand había visitado Israel y quería recobrar las buenas relaciones con Jerusalén. Pero como lo atestigua su secretario Jacques Attali en su diario personal (Verbatim) Miterrand “se cubrió” ordenando a dos de sus subalternos en relaciones exteriores, Hubert Vedrine (futuro canciller) y Claude de Kemoularia, que hicieran un recorrido por las embajadas árabes en París explicando que “los buenos contactos entre Francia e Israel van a resultar favorables a ustedes”. El acercamiento hipócrita de Miterrand quedó evidenciado en su condena a Israel por la destrucción de la planta nuclear iraquí en 1982, seguida de un adulador discurso ante el Knesset, unos meses mas tarde, o por su airada propuesta de crear una federación entre Jordania, Israel y Palestina Árabe lo que era incompatible con su rol de proteger a Arafat de las consecuencias de sus múltiples campañas de violencia y caos terrorista.
Con su cinismo característico, Miterrand mantuvo al “Quai d’Orsay” como el principal “lobby” europeo pro-árabe y anti-israelí. Kemourlalia, a quien se le encargaban los temas confidenciales, tenía conexiones cercanas con Arabia Saudita. Durante los tres primeros años del período de Miterrand, el Ministro de Relaciones Exteriores fue Claude Cheysson, cuya hostilidad hacia Israel era de la misma intensidad que su amistad con los representantes de la OLP, como Naim Khadir, en Bruselas. “Mi condena al Sionismo es absoluta” diría, una vez alejado de su puesto oficial. “El estado de Israel se creó a sí mismo en contra de la voluntad del resto del mundo”.
Roland Dumas siguió a Cheysson en 1984. A los tres meses de haber asumido visitó a Arafat en Túnez, donde el líder de la OLP estaba refugiado luego de su forzada evacuación de Beirut. Como abogado, Dumas había ayudado en la defensa de Hilarion Capucci, un sacerdote ortodoxo griego capturado contrabandeando armas para la OLP, habiendo también desempeñado un papel importante en la salida del país del terrorista Abu Daoud en los setentas. La piratería aérea, declararía a la prensa, en diciembre de 1984, “es la única salida que tiene la resistencia palestina para golpear a la indiferencia internacional”.
Bajo Cheysson, el Secretario General del “Quai d’Orsay” fue Francis Gutmann, catapultado al ministerio desde un anterior puesto en la Cruz Roja. Colega de Jobert, era poseedor de impecables credenciales arabistas. Luego el puesto pasó a otro arabista, Bertrand Dufourcq, que había formado parte del gabinete de Couve de Murville, Cheysson, y Dumas. Documentos de la OLP que fueron secuestrados por el ejército israelí en Beirut en 1982 demuestran que los diplomáticos franceses y sus informantes, tanto en Tel Aviv como en Damasco, habían estado filtrando información sobre la inminente operación israelí...
En 1987, salió a la luz que el “Quai d’Orsay” subsidiaba a un lobby árabe, el Cercle France-Pays Arabes. A cambio de dichos favores, ostensiblemente, Arafat llegó a afirmar luego de otra visita oficial a París, en 1989, que las cláusulas de la Carta de la OLP, llamando a la destrucción de Israel quedaban “caducas”, nulas y desaparecidas. Como lo demostrarían los hechos, este inesperado despliegue de ingenio diplomático francés resultaría ser tan solo una promesa vacua.
Jacques Chirac, comenzó su carrera durante los gobiernos de de Gaulle y Pompidou, convirtiéndose en Primer Ministro tanto bajo Giscard como bajo Miterrand, antes de ser elegido presidente en 1996. A través de as diversas crisis sobre Medio Oriente durante su gestión, Chirac no ha hecho más que imitar a sus predecesores tomando partido en contra de los “Anglosajones”, una frase al estilo Vichy, lo suficientemente amplia como para incluir en ella a los Estados Unidos, a Gran Bretaña, y a todo aquel que sea percibido como atravesándose en el camino de Francia.
En abril de 1996, durante un discurso en el Cairo, Chirac afirmó que Francia tenía toda la intención de continuar con su tradicional política respecto a Medio Oriente, con renovado vigor. De visita en Jerusalén ese mes de octubre, y paseando por la Ciudad Vieja, Chirac acusó a los guardias de seguridad israelíes de presionarlo, empujándolos de mal modo, con un gesto que fue tan simbólico como físico. En su siguiente escala, en Ramallah, declaró que la democracia palestina de Arafat debía de servir como ejemplo para los demás países árabes. Siguiendo viaje hacia Amman en Jordania, denunció las sanciones de Occidente a Saddam Hussein, con quien mantenía una relación amistosa desde mitad de los setenta. Le aconsejó a Arafat no firmar los acuerdos de Camp David del 2000.
Respaldando a Arafat y a Saddam. Francia estaba claramente intentando ubicarse en una posición de privilegio en territorios donde antes había imperado la supremacía británica y donde actualmente los Estados Unidos tenían la responsabilidad de mantener la paz.
El final del proceso de paz de Oslo y el estallido de la intifada de 2000; el fracaso de los inspectores de armamentos de las Naciones Unidas en Irak; el embrollo sobre la resolución 1441 de la ONU; y la posterior invasión a Irak en 2003- motivaban a Chirac y a su administración a una prolongada actividad diplomática en persecución de este “gran designio”. Los resultados han sido bastante menos que positivos.
Recientemente el “Quai d’Orsay” condenó los esfuerzos israelíes para contener al Hizballah en el sur del Líbano, y criticó la anexión de la Tumba de Raquel, cerca de Belén.
El Ministerio de Relaciones Exteriores trabó los esfuerzos para bloquear los mensajes de odio hacia los judíos que eran transmitidos por la estación televisiva de Hizballah, al-Manar, irradiados desde un satélite con base en París,y el gobierno francés aun se rehúsa - tercamente- a reconocer a Hizballah como una organización terrorista. Sophie Pommier, la encargada oficial de monitorear las negociaciones israelíes-palestinas, demuestra el estado emocional con que se involucra en su labor cubriendo las paredes de su oficina con retratos de Arafat. Los consulados franceses tienen prohibido reconocer los matrimonios consagrados por rabinos del West Bank. Jacques Huntziger, embajador francés en Israel, golpeó su puño contra el escritorio y abandonó la habitación cuando los padres de tres soldados israelíes capturados por Hizballah le rogaron que intercediera en su favor, luego de una visita de Chirac al Líbano. Gerard Araud, el actual embajador francés, declaró en diciembre de 2004 que “los israelíes sufren de una neurosis, de un verdadero desorden mental que los vuelve antifranceses”.
En una comida oficial en Londres, Daniel Bernard, embajador francés en Inglaterra y anteriormente el vocero oficial del “Quai d’Orsay”, se refirió a Israel como a “un paisito de mierda”. Y así siguen las anécdotas.
Como todas estas verdaderas nimiedades lo sugieren, Francia carece hoy de los recursos y de la influencia necesaria para poder suplantar a los Estados Unidos, o para enrolar al mundo árabe en su pretensión de crear un estado palestino o de desmantelar a Israel. Peor aún, sus intrigas le han explotado en la propia cara. Sus instrumentos elegidos, Saddam Hussein y Arafat, demostraron -ambos- no ser confiables: el respaldo al primero era evidentemente una maniobra francesa para tratar de aprovecharse y enriquecerse del programa “petróleo por alimentos” de la ONU que hizo palidecer hasta la corrupción de la era Miterrand, y el respaldo al último tiene sus raíces en maniobras oscuras, negociados, y en un fuerte anti-norteamericanismo emocional.
En Medio Oriente, Francia pisoteó cualquier buen nivel que alguna vez pudo alcanzar.
En casa, mientras tanto, ha tenido que aceptar la presencia creciente de una pupérrima población árabe, cuyo resentimiento y tendencia a la violencia ha sido generada en buena medida por la hostilidad inflexible desplegada por el estado francés contra la auto-determinación judía. La búsqueda de une puissance musulmane, encapsulando a árabes y judíos en un gran diseño bajo los designios de Francia, ha resultado ser solamente una gran ilusión desde sus comienzos, altamente peligrosa, por lo demás, para todas las partes a quienes ella concierne.
Existe una tradición en las relaciones exteriores francesas de acercamiento a los musulmanes y hostilidad a los judíos.
Un Informe Especial, por David Pryce-Jones. Escritor y ensayista británico nacido en Viena en 1936. Publicó nueve novelas y nueve ensayos, entre otros The Closed Circle y The War that Never Was. Editor senior de la National Review y colaborador de numerosos periódicos norteamericanos.
El resonante slogan de “libertad, igualdad y fraternidad” no deja espacio, en teoría, para el racismo en el estado Francés. En la práctica, durante los dos siglos transcurridos desde el acuñamiento de dicho slogan, los gobernantes de Francia han tratado con resultados de insertar a dos pueblos –árabes y judíos– en su gran diseño de la nación francesa y su lugar en el mundo.
Hoy, cuando mal interpretadas ambiciones que vienen de larga data colisionan, el racismo con sus odios y temores se apodera cada vez mas de Francia poniendo sobre el tapete la relación que tienen ambas minorías, árabe y judía, entre ellas; entre ellas y el estado; y entre el estado con las naciones árabes por un lado y con Israel el otro.
La posición oficial adoptada respecto de los judíos franceses se remonta a la revolución de 1789.
En diciembre de ese año, durante un debate sobre el otorgamiento de la ciudadanía a la minoría judía del país, el conde Clermont-Tonnerre, un aristócrata liberal, declaró en la Asamblea Constituyente: “Todo debe serle negado a los judíos como nación, y todo garantizado a los judíos, como individuos”. Esta teoría fue prontamente encubierta por la ley. Detrás de ella flotaba la sospecha que los judíos tenían su propio estilo de nacionalismo, uno que se despegaba del nacionalismo francés que emergía con la revolución. Para la elite francesa, además, los judíos parecían ser constantes herramientas conspiratorias de terceros; primero de Alemania y de Rusia, luego de Gran Bretaña, y finalmente, en el siglo XX, del Sionismo.
Lo llamativo es que, a pesar del recalcitrante antisemitismo exteriorizado durante el resonante “Caso Dreyfus” de fines del siglo XIX y a pesar también de la participación francesa en los asesinatos masivos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, los judíos franceses generalmente se han acomodado a la visión del estado respecto de la necesaria relación con ellos, y han estado cómodos, por lo menos hasta hace poco, confiriendo un bajo perfil al elemento étnico de su identidad como pueblo. Este, sin embargo, no ha sido el caso de aquellos provenientes del franco parlante mundo nor-africano, que hoy componen la mayoría de una comunidad integrada por unas 600.000 almas.
Adicionalmente el retorno del antisemitismo en Francia que se ha evidenciado durante los últimos años, ha despertado la conciencia étnica hasta de los elementos de la vieja comunidad. En cuanto al sector musulmán y árabe, a pesar que virtualmente no existían musulmanes que residieran en Francia hasta el siglo XX, el estado francés desde hace tiempo viene considerando sus intereses vitales como unidos a las tierras árabes.
La campaña de Egipto de Napoleón Bonaparte en 1798, así como la invasión de Argelia en 1830, fueron ambas aventuras militares llevadas a cabo con el expreso propósito de emular a la Gran Bretaña imperial: Inglaterra podría tener la India, pero Francia podía avanzar, y finalmente colonizar, el mundo árabe. Además Francia tradicionalmente se otorgó a sí misma el derecho de proteger a los católicos y la Cristiandad en general durante el Imperio Otomano, muy especialmente en Tierra Santa; en 1843, un Consulado Francés abrió sus puertas en Jerusalén.
Para los años 1850, Napoleón III y su administración habían elaborado el concepto de un “Reino franco-árabe”, expandiéndose grandiosamente hasta visualizar a Francia misma como “una potencia musulmana” (“une puissance musulmane”).
En un gesto destinado a premiar a los árabes norafricanos por sus servicios durante la Primera Guerra Mundial, fue inaugurada -en 1926- la Gran Mezquita de París. Pero la inmigración en gran escala en rigor no comenzó hasta el final de la guerra de Argelia, en 1958, cuando unos 250.000 de los llamados “harkis” (argelinos opuestos al movimiento nacionalista) buscaron refugio en Francia. En los años 1960 y 1970, fue llegando una inmigración constante, desde cada uno de los recientemente independizados países del Maghreb.
Inicialmente ellos fueron autorizados a ingresar únicamente como trabajadores transitorios, buscando mejorar su posición y regresar luego a sus respectivos países de origen, pero un cambio de la ley les otorgó, en 1974, la residencia y algunos otros beneficios.
El tamaño de la actual comunidad es motivo de disputas. Una cifra de más de seis millones viene siendo aceptada desde hace algún tiempo, pero Nicolás Sarkozy, un antiguo Ministro del Interior que ahora aspira a la presidencia, así como el semi-oficial diario “Le Monde” hablan de tan solo cinco millones, y por otro lado, el demógrafo Michele Tribalat ha reducido la cifra a 3.65 millones.
Los musulmanes tienden a concentrarse en los suburbios de las grandes ciudades, donde las malas condiciones habitacionales y la falta de empleo generan toda suerte de males y la violencia de la alienación. Más de 5.000 mezquitas operan como centros comunitarios; a nivel nacional existe una institución representativa musulmana, el “Consejo Francés del Culto Musulmán” (CFCM). Desde que algunas de las demandas y prácticas del Islam son incompatibles con el sólido secularismo republicano de Francia, han surgido algunos conflictos embarazosos, como el del derecho de las niñas musulmanas a llevar el “hijab” puesto al colegio; las autoridades francesas tardaron quince años para decidir que esto era inconstitucional.
Dependiendo de la cifra que uno maneje, los árabes musulmanes sobrepasan a los judíos en Francia en una relación de seis a uno, pudiendo llegar hasta ocho a uno. A medida que el número de árabes aumenta y en tanto Francia no cumpla con su promesa de igualdad y prosperidad, la cuestión de su lugar como minoría ha venido cobrando cada vez más importancia. Esa cuestión se ha vuelto cada vez más complicada por el hecho de que, a través de las décadas, tanto los árabes como los judíos se han transformado de sujetos pasivos históricos en agentes activos de la escena mundial, adquiriendo nuevas identidades y transformándose en modernos estados-nación.
Para los árabes, uno de los rasgos centrales de su propia identidad es la hostilidad hacia Israel y los judíos. En una colección de ensayos sobre el Islam en Francia que fuera publicada en 2003, la socióloga Barbara Lefebvre ofreció varios ejemplos típicos de este prejuicio que aparece en la generación joven. Dirigiéndose a su maestro, un chico del suburbio parisino de Saint-Denis citó textualmente a su padre, diciendo: “Habrá una guerra final entre musulmanes y judíos, y los judíos serán destrozados; así lo afirma el Corán”.
En otro distrito parisino, un maestro escuchó a niños árabes que decían a niños judíos lo siguiente: “Perros judíos, vamos a quemar a Israel, vuélvanse a su país”.
Obviamente, la agresión árabe hacia los judíos ha venido incrementándose en todas partes, en las últimas décadas. Pero ella es particularmente virulenta en Francia donde ocasionalmente ha producido pérdidas de vida, violencia callejera contra individuos, y bombas en sinagogas, restaurantes, oficinas y comercios. Por mucho tiempo, las autoridades mantuvieron la postura de reconocer esto como simples manifestaciones de patoterismo, en vez de definirlo como una auténtica manifestación de una “jidah” vengadora.
(Muchos “guetos” árabes están al margen de la ley, porque en los hechos son tierra “de nadie” en donde la policía no ingresa). Pero a medida que fue tornándose obvio que los imanes estaban usando las mezquitas para sembrar el antisemitismo y el odio a todo lo no musulmán, los agentes de la ley finalmente tomaron cartas en el asunto. Una serie de extremistas fueron entonces deportados y la policía pudo desenmascarar y arrestar a terroristas provenientes de Arabia Saudita, Argelia y Marruecos.
Todo esto nos lleva a encarar un problema mucho mayor, la diferente postura adoptada por las elites francesas respecto de los árabes y de los judíos. Mucho se ha escrito sobre el rol de los académicos, intelectuales y periodistas europeos, al excusar, justificar, o hasta directamente simpatizar con el antisemitismo musulmán. Pero no menos pertinente, y sin duda más grave, es el rol de los políticos. Las ideas y las acciones descienden desde las elites políticas las que las trasladan al pueblo, que debe vivir sus consecuencias.
El Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, comúnmente conocido como el “Quai d’Orsai”, es la principal institución del país responsable del gran diseño del estado y de las consecuencias políticas derivadas del mismo. Los archivos de esa institución, junto con los testimonios plasmados en sus memorias escritas por generaciones de diplomáticos, muestran como un reducido número de personas, selectivamente escogido y altamente motivado, han instaurado “preconceptos” respecto de los árabes y los judíos, que han terminado por amenazar la integridad misma de la nación francesa.
El “Quai d’Orsay” - Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia
Desde sus orígenes, el Quai d’Orsay fue conducido por una aristocracia antijudía y antiparlamentaria.
Situada en las cercanías de la Asamblea Nacional, sobre la margen izquierda del Sena, el “Quai d’Orsay” ocupa un espléndido edificio con opulento estilo parisino del siglo XIX.
Allí, tanto el lugar como la arquitectura lo atestiguan, es donde se diseña el destino de la nación, por hombres de inteligencia excepcional. Muchos de estos hombres han tenido dones tanto literarios como diplomáticos; un alto contenido de recuerdos flota con aires nostálgicos, en el ambiente de “club” del lugar, especialmente simbolizado en la ceremonia del té de las cinco de la tarde, donde en otras épocas del “Quai d’Orsay” se reunían y consolidaban sus pensamientos colectivos.
La recurrente inestabilidad gubernamental ha devuelto su importancia al “Quai d’Orsay”. Entre septiembre de 1870 y agosto de 1914, por ejemplo, hubo mas de 30 Ministros de Relaciones Exteriores franceses; siendo la marea de cambio igual de turbulenta durante la Cuarta República (1949-59), lo que mejoró recién en la actual Quinta República. A pesar que algunos pocos cancilleres franceses fueron capaces de imponer sus propios objetivos políticos, la mayoría de ellos ha ido y venido con asombrosa rapidez y con escasos resultados.
Los Primeros Ministros han desvalorizado aún mas esa figura, al haber reservado el puesto para sí mismos. Como resultado, los Cancilleres han debido apoyarse desproporcionadamente en los empleados estatales permanentes.No sólo en el personal, sino también el Secretario General del “Quai d’Orsay”, también conocido como el Director de Política Exterior, y en las cabezas de los diversos departamentos.
Desde sus comienzos, el Ministerio fue conducido por miembros de la aristocracia, que se elegían a sí mismos. Exámenes competitivos fueron luego introducidos, en 1894, pero tanto éstos como otras formas de ingreso sirvieron simplemente para perpetuar el sentido de auto-suficiencia del Ministerio, que se hereda de generación en generación.
Los Cambons, Herbettes; Margeries; Francois-Poncets, y Courcels se transformaron en verdaderas dinastías. En “El Ministerio de Relaciones Exteriores Francés y los orígenes de la Primera Guerra Mundial, 1894-1914” (1993), H.B. Haynes nos dice que el ingreso al “Quai d’Orsay” era determinado por “nepotismo, patronazgo, y por una persuasión política (que era) católica y hostil hacia los judíos, los protestantes y al sistema parlamentario”.
Un documento de los archivos, de octubre de 1893, da cuenta de “un israelita” con el nombre de Paul Frederic-Jean Grunebaum que había solicitado su ingreso en el departamento de personal del “Quai d’Orsay” y quería saber “si este hecho (el de ser israelita) era de tal naturaleza como para prohibir el acceso a una carrera diplomática o consular”.
En el margen del mismo se lee la siguiente nota de Louis Herbette, Secretario General en esos momentos: “Entrevisté al Sr. Grunebaum, quien espontáneamente retiró su soli- citud…. Aceptó de buena manera los motivos de la decisión del departamento”.
A principios del siglo XX, el servicio diplomático era ya accesible a los judíos, pero ellos debían tener piel de elefante para poder subsistir en ese medio. J.B. Barbier, que entró en el “Quai d’Orsay” en 1904, comenta en sus Memorias: “la carrera no tenia judíos entre sus miembros,al menos en lo concerniente a los puestos relevantes”. Y esto le resultaba gratificante ya que los judíos, según Barbier, pertenecían a “elementos generalmente vinculados a etnias parasitarias”, y la forma como alguno de ellos se las habían ingeniado para penetrar los servicios era -decía-“desastrosa”. Contra uno de ellos, Jean Marx, cabeza de los programas culturales de ultramar, Barbier lucharía luego en una apasionada campaña, describiéndolo como la personificación del “judío anti-nacionalista”, quien debidamente respaldado por “el judaísmo internacional” había reclutado gente poco confiable y hasta traidora en su propia naturaleza.
Los Judíos en la Mentalidad del “Quai d’Orsay”
La historia muestra, década tras década, evidencias ciertas de hostilidad innegable hacia los judíos.
En 1840 corrió un rumor en Damasco que un fraile capuchino y su sirviente árabe habían desaparecido. El cónsul francés en dicha ciudad, el Conde Ulysse de Ratti-Menton, inmediatamente acusó a la comunidad judía de haber realizado un “asesinato ritual” y persuadió al gobernador otomano a que arrestara a los notables judíos y tomara a niños judíos como rehenes. Alguno de los notables murieron bajo tortura; otros fueron, en cambio, forzados a convertirse al islamismo.
El escándalo consiguiente sacudió a Europa, pero Ratti-Menton resultó inamovible y el “Quai d’Orsay” lo apoyó. En la Asamblea Nacional, el Primer Ministro Adolphe Thiers se quejó que los judíos estaban “atosigando a todas las cancillerías con sus peticiones”.
Cuando los medios árabes hoy se refieren a los “asesinatos rituales” como una realidad de la vida judía, se están retrotrayendo, sépanlo o no, a las lecciones aprendidas de los profesores franceses de hace ya bastante tiempo.
Pero el evento principal del siglo XIX fue el juicio de 1890 al Capitán Alfred Dreyfus, el oficial judío falsamente acusado de haber entregado secretos militares a los alemanes.
La conspiración para condenar a Dreyfus como culpable de “traición a la patria” fue ideada en el Ministerio de Guerra; el “Quai d’Orsay” se mantuvo, en cambio, a la expectativa. Pero cuando el veredicto de culpabilidad fue declarado, en diciembre de 1894, los partidarios de la inocencia de Dreyfus se negaron a permitir que triunfara la injusticia, por lo que varios embajadores se quejaron del daño que este caso le estaba haciendo a Francia.
El brillante, aunque sinuoso, Maurice Paleologue representó al Ministerio de Relaciones Exteriores en la exitosa apelación de Dreyfus, en 1899. Revisó la documentación, se entrevistó con los oficiales que habían tramado la evidencia incriminatoria, miró intensamente a Dreyfus a los ojos y adujo detectar un típico rasgo del carácter judío: “Un inmenso orgullo, tras una mascara de humildad”. Afortunadamente, confiaría luego en una carta a un colega, él mismo estaba inmune, como diplomático, a ser procesado.
Pocos hombres han dejado una huella más marcada en el “Quai d’Orsay” que Paul Cambon, nacido en 1843, y su hermano Jules, dos años menor. Ambos fueron personalidades poderosas. Paul, Embajador en Londres durante 22 años, fue el principal arquitecto del “Entente Cordial” con Inglaterra. Jules, en cambio, prestó servicios en Washington. Ambos estuvieron involucrados en temas árabes, Paul como residente en Túnez; Jules como Gobernador-General de Argelia. Paul pensaba que Dreyfus, como judío, era un traidor por definición, y aparentemente cambió de mentalidad solamente cuando el respectivo proceso de apelación había comenzado; su hermano Jules, en común con muchos de sus colegas en el servicio diplomático, persistía en catalogar a Dreyfus como traidor, hasta el final. Para uno de esos colegas (Auguste Gerard), las fuerzas anti- Dreyfus eran “los defensores naturales” de la nación, los “verdaderos representantes de Francia y de su genio”.
Algunas cosas sucedían en la Rusia zarista al tiempo en que se llevaba a cabo el juicio a Dreyfus, en Francia. A. Bombard, Embajador en San Petersburgo desde 1902 hasta 1908, un personaje bien posicionado en el “Quai d’Orsay”, en un informe de agosto de 1903 escribió: “paso por alto los disturbios antijudíos como los de Kishinev porque son, para decirlo de alguna manera, un rebote de los disturbios agrarios. La población judía…es un nido de nihilistas y agitadores”. Un año mas tarde, en una carta dirigida al Canciller Theophile Delcasse, comparaba a los finlandeses, “inteligentes y tranquilos”, con los judíos, “detestados pero (económicamente) indispensables, aunque llenos de odio, desde que tienen a la gente como rehenes y minan la autoridad”.
Luego Paleologue sucedió a Bompard en San Petersburgo. La política zarista hacia los judíos, según afirmaba, parecía diseñada a mantener “sus defectos hereditarios y sus malas pasiones, tienden a exasperar su odio, a sumergirlos en sus prejuicios talmúdicos, a afirmarlos en su estado de rebelión interna permanente, a sacar a flote la esperanza indestructible de obtener reparaciones que brilla en sus ojos…La vengadora y vengativa terquedad de los judíos no podría -agregó- haber encontrado un clima más propicio”.
En 1915, en pleno fragor de la Primera Guerra Mundial, envió un lacónico telegrama: “Desde el comienzo de la guerra, los judíos rusos no han sido objeto de ninguna violencia colectiva… En el campo de operaciones algunos cientos de judíos han sido ahorcados por espionaje; nada mas”.
El Factor Católico
Desde 1888 Francia pasó a ser la protectora de todos los católicos que vivían en los dominios del Imperio Otomano.
A fines del siglo XIX, los franceses afianzaron sus posiciones simultáneamente en el norte de África y en las provincias otomanas que comprendían a Siria, Líbano, y la Tierra Santa. En el ultimo caso, el proceso fue lento y en etapas, la mayoría de las veces promovido por individuos ricos y piadosos. El Conde Paul de Piellat, por ejemplo, se instaló en Jerusalén adquiriendo bienes inmuebles que donaba a la Iglesia Católica. Los franceses tenían hospitales en Jerusalén, Belén, Nazaret, y Nablus, así como monasterios, seminarios y varias iglesias; también operaban la línea de ferrocarril Jerusalén-Haifa, de la que eran propietarios.
En 1888, el Vaticano decretó que tanto los católicos como las instituciones católicas del Levante deberían, de allí en más, buscar protección exclusivamente en Francia. El Primer Ministro Jules Ferry, el mas imperial de los políticos franceses, mantenía que “este protectorado de los cristianos de Oriente es, de alguna manera, parte de nuestro dominio Mediterráneo”. Aspirando a poder contrarrestar a Gran Bretaña, que en esos momentos estaba consolidando su posición en Egipto, el Canciller Gabriel Hanotaux afirmaba que, gracias a su Protectorado Católico, Francia era ahora la única potencia europea “capaz de actuar sin ninguna fricción fatal respecto del monoteísmo musulmán”.
Los tratados suscriptos en 1901 con el sultán turco y en 1913 con los Jóvenes Turcos, protegían la posición privilegiada de Francia en Tierra Santa, aún bajo el dominio otomano.
Un “Comité de l´Asie Francaise” fue estructurado en 1901; ocho años mas tarde un segundo Comité fue organizado para desarrollar “nuestra posición moral, económica y política en el Oriente”. Estos parecían ser los fundamentos que abonaban la meta francesa de convertirse en una verdadera “puissance musulmane”.
El anti-clericalismo de la izquierda francesa y la ruptura de Francia con el Vaticano, pusieron -más adelante- fin a todas estas ambiciones católicas. Pronto también Alemania, Italia y Rusia se enfrentarían a la posición francesa, sosteniendo las instituciones pertenecientes a sus respectivas religiones. La visita del Káiser Guillermo a Tierra Santa en 1898 es un claro ejemplo de dicho desafío.
Sionismo vs. Ambiciones Francesas
La aparición del Sionismo político auguró definir una moderna identidad nacional a los judíos, una que barrería absolutamente las definiciones del estado francés sobre quienes eran ellos. Los diplomáticos franceses en Europa central y del este, donde se encontraban los mas ardientes sionistas, fueron rápidos en expresar su desazón y en buscar las causas, abiertas u ocultas, de esta nueva situación, tan perturbadora...
Escribiendo desde Bucarest, en junio de 1902, L. Descoy se lamentaba de “el extremo entusiasmo” de la comunidad judía de dicha ciudad sobre el arribo de Bernard Lazare, un agraciado polemista judío francés, un sionista de la primera hora, sugiriendo que había sido atizado por un diario “cuyos editores eran israelitas”. Desde Budapest, el vizconde de Fontenay, que estaba a cargo del consulado, informaba en agosto de 1906 que, para la población Magiar, el advenimiento del sionismo representaba un “nueva nube” en el horizonte, una que seguramente sería “peor con el tiempo”.
En febrero de 1912, May Chouttier, cónsul en Salónica, expresaba alarma contra el sionismo en la prensa oficial local, con la esperanza que dichas alarmas “brindaran a las comunidades judías una pausa para la meditación y un respaldo para oponerse a la propaganda Germano-Sionista”.
G. Deville, ministro en Atenas, se expresaba adversamente sobre el papel que desempeñaba en Salónica la “Alliance Israelite Universelle”, el sistema creado por los judíos franceses para promover la cultura judía en Medio Oriente.. Para Deville, la “Alliance” disfrazaba sus verdaderas intenciones; argumentando que su director parisino “puede que sea un buen francés, pero los de su religión en Salónica piensan solamente en ellos mismos y no en servir a Francia… ¿En estas circunstancias, resulta beneficioso para nosotros alertar a los griegos solamente para halagar el orgullo judío?”.
En “Le Mirage Oriental” (1910), Louis Bertrand, otro pulido escritor-diplomático, escribía sobre los “desagradables” judíos que había conocido en la Palestina Otomana, con “sus vestimentas híbridas, medio europeas, medio orientales, sucios, con miradas desorbitadas… hordas enloquecidas de pobreza y misticismo”.
En la propia Tierra Santa, el Sionismo tenía mayor implicancia que en Europa: por definición, representaba un obstáculo al expansionismo francés y al protectorado francocatólico.
La reacción espontánea era doble, alimentar el desprecio hacia el nacionalismo judío y, en oposición al mismo, fomentar el nacionalismo árabe.
Najib Azoury, un cristiano maronita de Beirut que en una época había sido empleado de la burocracia otomana en Jerusalén y que entonces vivía en Paris, publicó un folleto, “Le Reveil de la nation arabe”, prediciendo que los judíos y los árabes estaban destinados a pelearse hasta que uno eliminara al otro.
El “Quai D’Orsay” aparentemente subsidiaba un periódico, “L´Independence Arabe”, que este desagradable personaje comenzó a publicar en 1907, y costeó los gastos de un encuentro en París, en junio de 1913, en el cual 23 árabes de Siria y de Tierra Santa fundaron el movimiento nacionalista árabe.
Después de la Primera Guerra Mundial, tras la caída del Imperio Otomano, dos grupos altamente especializados del “Quai D’Orsay” se encargaron de rediseñar el mapa de Medio Oriente. Los miembros de dicho personal especializado eran cortados con el mismo patron y apuntaban a un mismo fin: Francia ya controlaba las costas occidentales árabes del mediterráneo, ahora podía sumar las orientales, lo que estos expertos denominaban “la Syrie integrale” o la Gran Siria (esto es, Siria, Líbano y Palestina).
El desafío era como capitalizar tanto el nacionalismo árabe como el Sionismo en su favor.
Los antecedentes eran los siguientes: Francois Georges-Picot durante la guerra había sido Consejero de la embajada francesa en Londres. En negociaciones secretas llevadas a cabo en 1916 con Sir Mark Sykes, un miembro Conservador del Parlamento Británico, había logrado lo que él consideraba un arreglo que garantizaba a Francia la posesión de “la Syrie integrale” al finalizar la guerra.
Los alemanes, se sospechaba, estaban al borde de proclamar su respaldo al Sionismo, lo cual atraería a los judíos rusos, con las drásticas consecuencias que ésto podría provocar en el desenvolvimiento final de la guerra; se suponía también que los judíos norteamericanos ejercían una influencia comparable en la política de su país. Por lo tanto, de acuerdo con Andre Tardieu, el Alto Comisionado francés en los Estados Unidos y futuro primer ministro, el derecho a la autodeterminación de los judíos debería ser tomado en cuenta, no fuera a ser que “ciertos elementos del judaísmo norteamericano” perdieran interés en recuperar Alsacia y Lorena para Francia.
Otros también creían que los judíos tenían en sus manos el control de los destinos franceses de la posguerra. El 7 de mayo de 1917, Jean Gout, cabeza de la Sección Asia de Ministerio de Relaciones Exteriores, con responsabilidad sobre las provincias otomanas, envió el siguiente memorando al Primer Ministro, Georges Clemenceau:
“Las esperanzas milenarias de los judíos, especialmente del proletariado ruso y polaco, no son socialistas como su status social podría indicar. Ni nacionalistas, como las declaraciones de sus intelectuales pretenden, ya que son esencialmente talmúdicas, esto es religiosas. Estos pobres diablos han sido alimentados con las semillas de la miseria, lo que les confiere una visión de Jerusalén como el fin de sus penurias… Aún los judíos inteligentes y educados que han llegado a la cima en los países con igualdad de oportunidades guardan, desde hace generaciones, en un rincón de sus corazones el sueño de los antiguos “guetos”. Gracias a sus fortunas y a las conexiones que guardan entre ellos, y a las presiones que ejercen sobre gobiernos ignorantes, tienen un peso internacional”.
Una propuesta anterior, de ayudar a crear un pequeño estado judío autónomo con Hebron como su capital y Gaza como su puerto, llevó a Jules Cambon a comentar mordazmente que los judíos podrían “plantar naranjas y explotarse unos a otros” en ese lugar. Pero al estar todas las potencias cortejando a los judíos, los franceses harían lo mismo; en junio de 1917, Cambon escribió una carta asegurando su apoyo a la dirigencia Sionista “para el renacimiento de la nacionalidad judía en esas tierras de las que la gente de Israel ha sido desalojada hace tanto tiempo”. Dicha carta fue desautorizada ni bien fue enviada, ya que el “Quai d’Orsay” prontamente volvió a hacer circular propaganda antisionista y a presionar a los británicos con demandas que les exigían abstenerse de fomentar esperanzas irrealizables, respecto de los judíos.
En noviembre de ese año, Arthur Balfour, el Secretario de Relaciones Exteriores británico, emitió una declaración con su firma. Fue mucho más favorable al Sionismo que la carta de Cambon. El gobierno británico, escribía Balfour, estaba a favor de “una patria para el pueblo judío” en Palestina. Al contar con unos 150.000 efectivos que combatían contra los turcos, comparados con los 800 franceses, los británicos estaban en condiciones de proponer y disponer. En la Navidad de 1917, el Mariscal de Campo Edmund Allenby entró en Jerusalén con George-Picot en su comitiva. En un “picnic”, este último sugirió establecer la administración civil que creyó haber negociado con Sykes. Estaba presente Lawrence de Arabia, y su descripción de la respuesta malhumorada de Allenby conforma uno de los más famosos pasajes de “Los Siete Pilares de la Sabiduría”.
Ese diciembre, un diplomático francés de la embajada en Londres informaba que, a pesar de que los poderosos judíos británicos eran hostiles hacia la Declaración Balfour, el punto de vista entusiasmado de los pobres inmigrantes judíos era que “la raza israelita era superior a todas las demás; poseía colonias en todos los países y algún día dominaría el mundo”. Un documento anónimo de esa época sugería que el Sionismo, que se alimentaba del misticismo proveniente del judaísmo ruso-polaco, estaba tratando de expandir sus nefastas ideas entre los judíos de Argelia y de Marruecos, tratando así de “explotar rivalidades poderosas”. El autor daba asimismo un consejo clásico:“Nuestra política judía en el Norte de África está necesariamente ligada a nuestra política musulmana. Tenemos que evitar el nacionalismo judío.Así como el pan-islamismo o el pan-rabismo, favoreciendo una lenta y cuidadosa evolución hacia nuestra civilización.”
El 15 de junio de 1919, el Ministro de Relaciones Exteriores Stephen Pichon dio instrucciones a Paul Cambon de alertar al gobierno británico sobre la amenaza sionista, antes de que ella se convierta en motivo de tensión internacional en Medio Oriente. “Los sionistas deben entender, de una vez por todas, que no existe la mas mínima oportunidad de poder constituir un estado judío independiente en Palestina, ni siquiera de formar algún tipo de cuerpo judío soberano”. Tres días más tarde, Cambon envió su informe. No podía dar crédito a la conversación que acababa de tener con Balfour. Con su habitual estilo diletante (escribió Cambon), Balfour le había dicho que “sería interesante estar presentes en la reconstrucción del (antiguo) Reino de Jerusalén”. Cuando Cambon objetó que, de acuerdo al Libro de Revelaciones del Nuevo Testamento, tal evento señalaría el fin del mundo, Balfour respondió que: “Sería aun más interesante estar presentes en el fin del mundo”.
Entre las Guerras
Luego de la derrota turca en la Primera Guerra Francia obtuvo el protectorado sobre Siria, pero no sobre Palestina.
El tratado de posguerra firmado en Sevres disponía el destino a conferirse a las antiguas provincias otomanas. A Francia se le otorgaba mandato sobre Siria, pero no sobre la Gran Siria; Palestina quedaba, en cambio, bajo mandato británico. Ya que los británicos eran al menos cristianos (mientras los otomanos habían sido musulmanes), Francia renunció a su pretensión de un Protectorado católico. Pero no al espíritu; como editorializó el diario católico, “L´Oeuvre d’Orient”, “Es inadmisible que el País de Cristo deba caer bajo las garras del judaísmo y la herejía Anglo-Sajona. Debe mantenerse inviolable la herencia de Francia y la Iglesia”. El “Quai d’Orsay” nunca dejó de jugar a dos lanzas, en todos los niveles.
En octubre de 1919, el general Henri Gouraud arribó a Damasco para tomar posesión de su cargo de Alto Comisionado Francés y controlar a los minúsculos grupos de nacionalistas árabes que pretendían resistirse al mandato francés. Al mismo tiempo, Georges Picot alertaba al “Quai d’Orsay” que finalmente las autoridades británicas en Jerusalén se habían percatado de la existencia de un creciente malestar musulmán, algo que “no puede ser no beneficioso para nuestra influencia”. Durante los primeros seis meses de 1920, Gouraud llenó a sus superiores con telegramas antisionistas.
Tanto los musulmanes como los cristianos, escribía, esperaban que las cosas anduvieran peor bajo los británicos que lo que habían sido bajo los turcos. Sugería el resurgimiento del Protectorado católico, aduciendo que Francia “debería tomar ventaja de las circunstancias para ampliar el alcance de dicho Protectorado, abarcando a los musulmanes a quienes no podemos abandonar, solos y desarmados, frente al Sionismo”. Un despacho de febrero de 1920 afirma directamente que Palestina “se beneficiaría” bajo la protección francesa.
Como las fronteras entre los protectorados franceses y británicos no eran claras, el secretario personal de Gouraud, Robert de Caix, fue despachado a Jerusalén para discutir el tema con Sir Herbert Samuel, el Alto Comisionado británico. Un historiador, Peter A. Shambrook, ha descripto a de Caix como “la eminencia gris del Quai d’Orsay en la cuestión del Levante”. En una carta preliminar, fechada en octubre 19 de 1920, de Caix confirmaba lo que ya era la política ortodoxa en su círculo: los británicos y los judíos conspiraban juntos contra los intereses franceses. De entrada se sintió personalmente ofendido por haber sido “recibido de una manera algo mediocre”. Samuel, explicaba, “representa en Palestina lo que es apropiado denominar la política Anglo-Judía. Este bien educado judío ingles, recién salido del gueto, ha sido absolutamente absorbido en Jerusalén por su tribu, va a la sinagoga, no acepta invitaciones en el Sabbath, y en los días festivos solamente va a pie.
Es un extraño fenómeno cuando uno reflexiona sobre la evidente ignominia de los judíos provenientes de Galicia y de otras regiones vecinas que ahora inundan Palestina, absorbiendo a gente como Sir Herbert en su bufonería. En vez de hacer algo útil en el país, esta gente sueña con expandirse a costa nuestra y le puedo asegurar que todo el judaísmo de ambos hemisferios aplicará una política consistente en rechazar nuestras fronteras.”
En un extenso informe final, de Caix menciona otra afrenta personal: Samuel rehusó aceptar una invitación a comer en el Consulado francés durante el Sabbath. La política británica, elabora de Caix, puede haber sido diseñada para explotar la fuerza judía contra Francia, pero ha resultado explotada ella misma por esa fuerza. Los judíos se han infiltrado en la administración local y los administradores británicos están actuando con bajo perfil o abandonando el país, asqueados. En cuanto a los judíos, su religión es tan solo un medio para llegar a una meta- “el nacionalismo apasionado y la sed de venganza” Probarían ser, continúa, unos vecinos dañinos:
“El frecuente espíritu revolucionario y profético de los judíos proviene del bolcheviquismo de los colonos que Europa Oriental está enviando a Palestina. A través de sus convicciones y también por medio de su instintiva tendencia a fragmentar sociedades cuya cohesión podría obstaculizar su expansión, esta gente… tratará de romper el marco tradicional de las confesiones religiosas (en el Líbano y Siria) que ya está siendo amenazado por otros motivos”.
El mandato británico en Palestina, concluía de Caix, era una especie de despojo. Ocurrió solamente porque los franceses se sacrificaron por la causa aliada en el frente occidental.
Pero el idioma francés y la influencia intelectual francesa fueron y deberían haber permanecido impertérritos en Tierra Santa. Después de todo, la puerta principal de la Iglesia del Santo Sepulcro fue construida “en el sólido y macizo estilo ojival nacido en el siglo XII en Ile de France”. Terminaba con el consolador razonamiento que el futuro del Sionismo permanecía incierto; mas que cualquier otra gente, los judíos habían perdido el hábito de la agricultura, y sus asentamientos eran artificiales, caros, y divisorios. “Si bajo el mandato británico los nativos (árabes) tienen una tendencia a reaccionar, hay grandes probabilidades de que tratarán de mantener, como sucede en Egipto, la cultura francesa, que genera tanta atracción”.
El 3 de noviembre, el general Gouraud respaldó las conclusiones del “impecable informe” de de Caix, agregando sus propias opiniones acerca de que el Sionismo representaba una amenaza también para Siria. La pérdida del Protectorado católico provocaba que el cuidado de las instituciones francesas fuera más esencial que nunca. Doce días más tarde, Georges-Picot, en un cable enviado desde Beirut, informaba a su Ministerio que las autoridades británicas en Jerusalén estaban tomando precauciones contra manifestaciones y advirtiendo a los musulmanes que serían responsabilizados por cualquier desorden.
“Esta actitud (británica) solo puede beneficiar a nuestra influencia, ya que la irritación con el Sionismo se esta incrementando entre… los musulmanes”. Los cónsules franceses en Palestina se tornaron cada vez mas alarmistas: Durieux desde Haifa informaba que los británicos estaban reclutando a judíos desempleados como la base de un futuro ejército judío, y que elementos judíos y protestantes estaban intentando “moverles el piso” a los católicos (léase: Francia). En mayo de 1921, luego de manifestaciones en Jaffa, Durieux pudo escribir, aliviado, que “nuestro automóvil fue acompañado triunfalmente, al grito de viva Francia, abajo los judíos”
La interpretación de de Caix sobre el Sionismo provocaría un prolongado impacto en el “Quai d’Orsay”. Desde el protectorado francés de Marruecos, el mariscal Hubert Lyautey, probablemente el mas respetado vocero del anticuado imperialismo francés, reiteraba en junio de 1923 que el Sionismo carecía de autoridad interna alguna; al mismo tiempo, aconsejaba proceder con extrema cautela en relación a esta doctrina, que había “recibido sus directivas desde el exterior, respondiendo principalmente a los intereses de determinada potencia” y que podía ser introducida en Marruecos.
Buscando demostrar quiénes eran realmente los judíos, un informe anónimo fechado diciembre 2, de 1925, llamaba la atención sobre los “Protocolos de los Sabios de Sion”.
A pesar de que dicho informe, pretendiendo demostrar la evidencia de una conspiración judía para apoderarse del mundo, ya había sido denunciado como una falsedad zarista, el autor dio credibilidad a sus “hechos”, concluyendo que si el asunto llega a ser tomado seriamente “tenemos que enfrentarnos a un plan realmente diabólico”. Ese mismo año, el embajador francés en Varsovia informaba sobre una conferencia sionista local, que constituía un llamado para obtener privilegios especiales hecho por judíos que se negaban a aceptar cualquier principio de nacionalidad polaca, ni siquiera una simple lealtad.
Cubriendo otro congreso sionista en Cracovia, diez años más tarde, el siguiente embajador francés adaptaba esta misma crítica con el correr de los tiempos: “Basándose en conceptos que son más racistas que religiosos, aspiran a crear en ambas márgenes del río Jordán un estado judío concebido sobre el modelo fascista”. Este embajador parece haber sido de los primeros en hacer una comparación entre el Sionismo y el Nazismo, poniendo en paralelo al líder revisionista Vladimir Jabotinski con Hitler.
Indudablemente, encontramos también algunos burócratas ocasionales con disposición favorable hacia el Sionismo, generalmente basadas en experiencias personales. Uno de ellos fue Henry de Jouvenel, el sucesor de Gouraud como Alto Comisionado en Siria.
Visitó Jerusalén en 1926, escribiendo luego: “Siendo antisionista a mi llegada al Este, me convertí en Sionista, o mas bien celoso del Alto Comisionado británico en Palestina y de todo lo que los sionistas contribuían”. Naturalmente, agregaba, “Francia está obligada a respaldar a los cristianos, pero los judíos son un modelo de autoayuda, y su espíritu de emprendimiento resultaba admirable”.
Había también “realistas” como Philippe Berthelot, Secretario General desde 1920 hasta 1933, que comentaban que “El Sionismo es un hecho” lamentando solamente que los judíos de Inglaterra hubieran captado el mensaje del movimiento, mientras los judíos franceses demostraron ser incapaces “de dirigir al judaísmo mundial en beneficio de Francia”. Ante la instigación de Berthelot, el “Quai d’Orsay” creó un departamento especial para los asuntos religiosos, bajo Louis Canet, que rápidamente se convirtió, según palabras de un historiador, en la ante-cámara obligatoria para los líderes sionistas visitantes.
Luego de un encuentro con Chaim Weizmann, realizado en mayo de 1927,Canet finalizaba un memorandum con una clara descripción de sus más íntimos razonamientos:
“El nacionalismo judío es un equívoco, e Israel (los judíos) encontrarán la paz solo a través de la asimilación”
Durante el período entre las dos guerras, muchas de las luminarias del “Quai d’Orsay” eran hombres extremadamente capaces. A pesar de eso, tanto ellos como los políticos a quienes ellos servían buscaban el amparo del “status quo”, aunque esto significara apaciguar a los poderosos y maliciosos, a expensa de los débiles. Todos eran cortados con el mismo patrón, y estaban condicionados en sus trabajos por sus temperamentos e historiales.
Tampoco fueron sus filas aumentadas o diversificadas. Los candidatos, pulidos en los selectos colegios de alto nivel, rendían exámenes de historia, derecho civil e internacional, y de geografía económica, y eran luego evaluados por un comité de cuatro veteranos diplomáticos que se aseguraba que fueran social y culturalmente presentables.
Resumiendo, éste era un ejemplo clásico de una institución francesa incapaz de afrontar las dimensiones de la era de los dictadores. A medida que crecía la amenaza nazi, y los judíos intentaban escapar de Europa hacia Palestina, las autoridades francesas se limitaban a tratar de evitar la violencia en los países musulmanes que estaban bajo mandato francés.
Debido a eso, desde marzo de 1933 en adelante, a los “viajeros” judíos se les permitia ingresar en Siria solamente bajo la condición de haber obtenido visas de inmigración a Palestina en algún consulado británico en el exterior. Henri Gaillard, cónsul en El Cairo, condenaba a los judíos egipcios por “protestar sin límites por la suerte corrida por aquellos (en Europa) que comparten su religión”. Al hacerlo, alegaba, “han conseguido crear en este país una fuerte corriente de opinión árabe negativa hacia ellos, donde hasta ahora gozaban de una posición totalmente privilegiada”. Gaston Bernard, cónsul en Trieste, al informar que su ciudad estaba beneficiándose por el tráfico de inmigrantes judíos que iban camino a Palestina, también se quejaba que en los vapores de Lloyd Triestino “se ha llegado al extremo de proporcionar a los inmigrantes servicios de culto talmúdico y el uso exclusivo de cocina “kosher”; y esto, hay que decirlo, produce un olor “sui generis” en estos barcos, que los pasajeros de condición normal aprecian mucho menos”.
En la postrimería de la invasión de Hitler a Austria, en marzo de 1938, los Estados Unidos invitaron a los gobiernos de 28 países europeos y latinoamericanos a una conferencia en Evian para discutir allí la forma de facilitar la emigración de los refugiados políticos.
Por un acuerdo tácito, y ostensiblemente por temor a provocar reacciones anti-semitas, no se hizo referencia alguna a los judíos. Nada trascendental salió de dicha conferencia que ha sido denominada “el Munich judío”. Según la opinión de la historiadora Catherine Nicault, “la absoluta falta de generosidad de la política francesa resultó menos llamativa (en Evian) que la indiferencia hacia por lo menos mantener alguna apariencia de la misma”; también destaca los abiertos y frecuentes pronunciamientos antisemitas de los burócratas franceses.
Luego del colapso de Francia, en junio de 1940, el Mariscal Petain aceptó un armisticio con Hitler y formó su Gobierno de Vichy con la intención de colaborar con la Alemania nazi. Ese octubre, sin que mediara presión alguna de Berlín, Vichy sancionó el “Estatuto de los Judíos”, su versión de las leyes de Nuremberg, excluyendo a los judíos de casi todas las áreas de la vida publica. Jaques Guerard, director de la oficina del Ministro de Relaciones Exteriores Paul Baudoin, telegrafió al embajador francés en Washington con instrucciones de apaciguar cualquier disconformidad de la opinión pública norteamericana.
La izquierda de preguerra aseveraba, contrariando los hechos, había permitido a los judíos ingresar en Francia de a cientos de miles, y que estos judíos con “su mentalidad especial” habían atacado “todas las ideas de las que los franceses jamás habían dudado”.
Nuevamente contrariando la realidad, ya que los despojos y arrestos estaban a la orden del día, Guerard sostenía flagrantemente que “no se ha tomado ninguna medida en contra de los individuos, ni de la propiedad privada”. El solo propósito del estatuto, concluía, era “permitir la coexistencia pácifica en Francia de elementos cuyas características raciales los convertían en peligrosos cuando se mezclaban demasiado íntimamente en nuestra vida política y administrativa”.
La colaboración con los nazis resultaba incompatible con cualquier política exterior genuina. Algunos embajadores designados en las principales capitales renunciaron, como también algunos burócratas de la zona de Vichy, algunos se escaparon a España, para seguir desde allí a Argelia o a Londres. En una lista del personal del “Quai d’Orsay”, de febrero de 1943, figura el Secretario General, Charles Rochat, junto con un pequeño puñado de hombres bajo sus órdenes. Interrogado después por qué motivo no había renunciado, Rochat contestó que estaba manteniendo “la continua afirmación de la soberanía francesa”. Esto resultaba obviamente ilusorio: el “Quai d’Orsay” virtualmente había, entonces, cesado de funcionar.
Los Escritores Toman Partido
En entreguerras el Quai d’Orsay tuvo como funcionarios a escritores antisemitas como Paul Morand y Jean Giradoux.
En sus años como Secretario General (1920-1921, 1925-32), Philippe Barthelot marcó un especial estilo al que muchos de sus subordinados prestarían tributo impreso. Siendo hijo de un prominente químico industrial, Berthelot gozaba de una suprema autoestima y dedicación, de amplias conexiones sociales y de preferencias literarias genuinas: su mujer, Hélène, presidía un círculo de moda. Bajo su patronazgo y protección, Paul Morand, Paul Claudel, Giradoux, y otros escritores empleados en el “Quai d’Orsay” gozaban de tiempo y sensación de seguridad, lo cual les permitió crearse una reputación literaria internacional. Eran considerados miembros de un club elitista, en vez de funcionarios de una institución gubernamental. El sucesor de Bertholot como Secretario General, Alexis Saint-Leger, un personaje gelatinoso proveniente de las Indias Occidentales francesas, era un poeta que bajo el seudónimo de Saint-John Perse ganaría el Premio Nobel. Todos ellos perpetuaban la imagen del “Quai d’Orsay” como un repositorio de brillo y cultura.
Paul Morand creció en un ambiente artístico. Ingresó en el “Quai d’Orsay” en 1913, a la edad de veinticinco años. Entre sus primeras obras figura “Mort d’un Juif” (Muerte de un Judío), un cuento corto en el cual un judío en su lecho de muerte se niega a pagarle a su médico hasta que la tasa cambiaria mejorara. En una segunda obra de ficción, “Mort d’un autre Juif” (Muerte de Otro Judío), la victima mortal de un derrame siente que ha sido “fiel a la verdad bajo la máscara de traición eterna”. Alexis Saint-Leger escribió a Morand: “Tienes un prodigioso don”. Berthelot esperaba grandes cosas de él.
Morand utilizó su status diplomático para viajar con todo lujo por el mundo. En 1927 se casó con la mujer divorciada del príncipe Dimitry Soutzo, el agregado militar rumano en París, y la pareja se instaló cómodamente en el “Beau Monde”. Sus distintos escritos denotan una superioridad cosmopolita que raya con la soberbia, y contiene, una y otra vez, descripciones maliciosas sobre los judíos.
En New York (1930), por ejemplo, describe a los intelectuales judíos como "predicadores, autoinmoladores, socialistas, anarquistas, bolcheviques, comunistas, y otros “istas”, que se pelean constantemente e insultan unos a otros” todo lo cual “brinda una clara idea de lo que debe de haber sido Jerusalén”. El Lower East Side neoyorkino le provoca la siguiente reacción:
“almendras grilladas y saladas son vendidas por ambulantes cuyas narices congeladas sobresalen de sus apolillados sombreros de piel traídos desde Rusia por sus antepasados”. Morand afirmaba que su novela France la Douce (“Francia la Dulce”, 1934) era una sátira; aunque no se trata de una Celine pidiendo directamente la masacre de todos los judíos, el libro, cuya trama discurre sobre el control judío de la industria cinematográfica aludiendo que su sólo objetivo es acaparar dinero y la degradación del gusto del público, ocupa un espacio prominente entre la literatura antisemita de la época.
En 1940 Morand estaba en Londres encabezando la misión de guerra. Como casi todos, salvo un puñado de los 800 burócratas franceses que se encontraban en Gran Bretaña en el momento del colapso francés, rechazaba el llamado de Charles de Gaulle a sumarse a la Francia Libre y en cambio se volvió a casa. En Vichy fue nombrado presidente de la Comisión de Censura Cinematográfica. En 1943 fue designado embajador francés en Bucarest, y por algunas de las semanas previas al fin de Vichy actuó como embajador en Berna donde tanto él como su mujer consideraron prudente permanecer mientras existiera algún motivo de recriminación en casa. En 1958, de Gaulle, a la sazón presidente de Francia, vetó la elección de Morand para integrar la Académie Française, solo para consentirla diez años mas tarde. A esa altura dichas idas y vueltas se habían vuelto moneda común en Francia, en este caso específico sirvieron para disimular la afiliación de Morand al fascismo como si ella hubiera sido solo una muestra más de su persistente “dandismo”.
Jean Giradoux era uno de los amigos y colegas mas cercanos a Morand. Conocía muy bien a Inglaterra y Estados Unidos y hablaba un fluido inglés. Un cuidadoso escritor, con estilo elegante y sutil, plagado de ironías. El también llenaba sus escritos con expresiones denigrantes hacia los judíos. En una obra autobiográfica que fuera publicada en 1939, afirmaba que “estamos en total acuerdo con Hitler y su proclama sobre que la política (nacional) adquiere una forma superior solamente cuando es racial”. En cuanto a los judíos, había sido presentado a una familia de Europa del Este, a la cual describió como “negros inertes, como piojos en un jarro”. “Los judíos” escribió, “ensucian, corrompen, pudren, corroen, rebajan y devalúan todo lo que tocan”. En vísperas de la guerra, fue designado para dirigir la Comisión de Información, supuestamente como contrapeso al Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels en la Alemania nazi, pero en verdad complementando las opiniones racistas de este último. En París, durante la ocupación, se mezclaba asiduamente con los oficiales alemanes y sus colaboradores; una obra de teatro suya subió a escena en 1943. Su muerte, al año siguiente, lo salvó de haber tenido que rendir cuentas.
Paul Claudel (1868-1955) combinó su carrera diplomática con la literatura. Un acérrimo católico y un conservador político, lo podemos describir como un “hombre de mundo” que parecía ser el portaestandarte contemporáneo de los valores y las tradiciones de la Francia prerrevolucionaria. San Luis y Juana de Arco, a quienes constantemente invocaba, eran para él símbolos vivientes. Cuando W.H. Auden escribió “el tiempo… perdonará a Paul Claudel, Lo perdonará por escribir bien” estaba expresando el punto de vista de su generación que sostenía que, a pesar de sus limitaciones, Claudel era una estrella literaria de primer nivel, un Yeats o Eliot francés.
El padre y la hermana de Claudel, según admitió más tarde, fueron admiradores del polemista Edouard Drumont, un notorio antisemita, que también admitió que durante el proceso Dreyfus no había estado “en el bando correcto”. Su primer destino, en 1893, fue el de Cónsul francés en Nueva York. Seguidamente fue destinado por cinco años a China. Hacia 1910, cuando Dreyfus ya había sido sobreseído, Claudel escribía a su colega católico Charles Peguy, un militante de la fe, pero Dreyfusista, “Tengo dificultad en comprender cómo puedes negar el rol del judaísmo en este asunto. He vivido en todos los países del mundo, y en todos lados me he encontrado con los periódicos y la opinión pública en manos de los judíos. Estuve en Jerusalén en diciembre de 1899 y en el momento de la segunda condena (de Dreyfus) pude ver la rabia de esos piojos con rostros humanos que viven en Palestina durante las razias que efectúan los de su mismo pelaje contra la cristiandad”.
En los primeros años del siglo XX, Claudel empezó a crear personajes judíos con fines literarios. Ali Habenichts y Sichel son los nombres que les da a un padre y a una hija en una trilogía teatral. Hacer dinero, la asimilación, y la ausencia de todo patriotismo son sus rasgos sobresalientes. Claudel hace decir a Sichel: “Para nosotros los judíos, no existe un pedazo de tierra más grande que una moneda de oro”.
En la década de 1920 Claudel fue embajador francés en Tokio y luego en Washington (donde recibió a Morand). Pero su punto de vista parece haber evolucionado cuando uno de sus hijos se casó con la hija de Paul-Louis Weiller, un prominente judío francés que era el director general de una de las principales empresas de fabricación de motores aeronáuticos.
En 1935, Weiller incorporó a Caludel al directorio de su empresa asignándole un abultado salario; tal vez fortuitamente, Claudel escribió entonces una carta abierta al Congreso Mundial Judío objetando las leyes raciales de Nuremberg como “legislación abominable y estúpida dirigida contra los de vuestra religión en Alemania”.
Aparentemente su punto de vista parece haber sido variable. La culminación del régimen parlamentario de la Tercera República, en junio 1940, alivió a Claudel. Después de 60 años, escribió en su diario, que Francia había sido finalmente liberada “del yugo del partido radical y anticlerical (profesores, abogados, judíos, masones)”. El reemplazo de la democracia por un sistema autoritario basado en los valores católicos fue siempre su ideal. Conocía al Mariscal Petain, quien había votado para su incorporación en la Academia, en 1935. Por otra parte, desaprobaba la colaboración irrestricta con Alemania como recomendaban algunos católicos. Para esta altura, y ya en sus tempranos setentas, Claudel se retiró a su casa de campo, en la zona no ocupada.
El 6 de octubre de 1940, Paul-Louis Weiller fue arrestado bajo cargos ficticios. Claudel marchó a Vichy para interceder por él, sin ningún resultado. Poco tiempo después se revocó a Weiller su ciudadanía francesa y se le confiscaron sus propiedades, dejado en libertad, alcanzó a escaparse a Nueva York. El 27 de diciembre, Claudel publicó una oda a Petain, presentándolo como un salvador nacional, esto es, como prácticamente un santo.
En una entrevista conferida después de la guerra explicaría su entusiasmo por Petain con la frase, “Me cautivó”.
Sea como fuere, el 24 de diciembre de 1941, Claudel le escribió al Gran Rabino de Francia expresándole “el disgusto, horror, e indignación que todo francés decente, especialmente los católicos, sienten respecto a las injusticias, despojos, y malos tratos de los cuales son víctimas nuestros compatriotas judíos”. Los católicos, concluía, nunca olvidarán que “Israel ha sido siempre el hijo mayor de la promesa (de Dios), transformándose hoy en el hijo mayor del sufrimiento”. El titulo de Ambassadeur de France al pie de su firma daba mas peso a este acto de coraje civil. Cuando esta carta fue publicada, las autoridades de Vichy, que sospechaban ver la mano de Claudel en la fuga al exterior de Weiller, prontamente registraron su casa y lo mantuvieron bajo estricta vigilancia. En septiembre de 1944, envuelto en los tortuosos vericuetos de este período tormentoso, Claudel publicó una oda a de Gaulle, tan embarazosa en su florida obsecuencia, como lo fue su anterior oda a Petain.
Claudel fue uno de los primeros en comprender que el Holocausto era un acontecimiento como ningún otro, una mancha eterna para la Europa Cristiana. Pero también pensaba que podría haber algo de “providencial” en ello, una “efectividad redentora”. Por el resto de sus días, rumió en su visionaria manera sobre el “misterio de Israel” y su “vocación”.
De todas formas, su respaldo al Estado de Israel fue genuino, y marcó un giro total sobre su visión anterior respecto de los “piojos con rostros humanos”. Aun así, el lugar que ocupaban los judíos en el mundo moderno seguía siendo para él una incógnita. Los judíos eran, para él, una gente aparte, pero también “ecuménica”; posesores de la Tierra Santa no por algún lazo o derecho histórico, sino como embajadores de la humanidad, con “un mensaje dirigido al hombre mientras emerge puro de las manos de su Creador”. Aun para alguien que tratara sinceramente de comprender los hechos de su época, los judíos evidentemente no podían ser vistos como seres humanos como cualquier otro, sino como agentes de otros propósitos; a veces más bajos, a veces más altos.
El Rescate de los Mufti
El Mufti de Jerusalén, simpatizante del nazismo y residente en Berlín desde 1941, se trasladó a París en la inmediata posguerra.
Durante la presidencia de Miterrand, el Quai d’Orsay fue la principal institución europea proárabe y antiisraelí.
“Odiamos a Francia- ella es la enemiga del Islam y de la religión, porque está gobernada por ateos y por judíos”. Así se expresaba uno de los tantos nacionalistas y propagandistas árabes en la Radio Roma de Mussolini, en 1938. En líneas similares, una grabación distribuida en el norte de África decía: “El judío se alimenta de ustedes (árabes) como el lobo se alimenta de las ovejas; Francia lo protege; es el agente de Francia; la herramienta de Francia. Alemania está arrestando a los judíos y confiscando sus bienes. Si no fueran los esclavos de Francia, ustedes podrían hacer lo mismo”.
El colapso de Francia en 1940 y su posterior ocupación por Alemania deshizo la moral y la autoridad política del país como potencia imperial. A pesar de que, como líder de la Francia Libre, el general de Gaulle basaría su discurso en promesas de independencia a las colonias francesas y a los países de Medio Oriente bajo mandatos, éstas eran promesas que evidentemente no tenía intención de honrar en ningún futuro inmediato. Aun así, los nacionalistas árabes del norte de África y el Levante se sintieron invitados a rebelarse y tomar el poder.
El 8 de mayo de 1945, fecha que marca la victoria aliada en Europa, los argelinos se rebelaron en el pueblo de provincia de Setif. Mas de 100 franceses fueron entonces asesinados, y otros tantos heridos. En las represalias que siguieron, al menos 6.000 argelinos perdieron la vida. Al mismo tiempo, la ley y el orden colapsaron también en Siria y el Líbano.
Mas de 400 sirios fueron asesinados y el Parlamento de Damasco resultó destruido. Las fuerzas británicas estacionadas temporariamente en Siria y el Líbano como consecuencia de la guerra, ordenaron que las mucho más débiles fuerzas francesas se replegaran a sus barracas, efectivamente cancelando el mandato francés y otorgando la independencia a ambos países. En la Asamblea Nacional, el canciller Georges Bidault advirtió a los británicos con un proverbio latino: “Hodie mibi, cras tibi” – hoy por mí, mañana por tí.
En ese mismo mes de mayo, Haj Amin al-Husseini, el notorio Mufti de Jerusalén, junto con su personal compuesto de unos dieciséis auxiliares y oficiales asignados a él por la Gestapo Nazi, abandonaron lo que había sido la Silesia ocupada por Alemania, huyendo a Suiza. Al denegarse el asilo en ese país a este hombre y a su séquito se encontraron en manos de las autoridades francesas.
Haj Amin había sido el responsable de rechazar cualquier noción de una posible partición Palestina entre árabes y judíos y de precipitar la revuelta árabe de 1936 en la cual murió mucho personal británico así como también muchos árabes y judíos. Con el beneplácito francés escapó en 1938 al Líbano, participando luego del golpe antibritánico de 1941, en Irak, antes de finalmente- refugiarse en Berlín. Fotografías de la época lo muestran con sus hábitos clericales y con su turbante en compañía de Hitler, Goebbels, Himmler y Eichmann, tanto en ocasiones públicas como privadas, incluyendo una visita a Auschwitz. Luego de la invasión aliada del norte de África, en noviembre de 1942, cuando los alemanes tomaron el control de la Francia Vichy, Haj Amin incitó a Hitler a hostigar a las poblaciones de ambos lugares para lograr romper así el “el yugo judeo-anglosajón”.
También reclutó una división bosnio-musulmana para la SS, acto por el cual tanto los norteamericanos, los ingleses, y los yugoslavos pidieron su extradición, como criminal de guerra.
El 11 de mayo de 1945, el Ministerio del Interior informó al “Quai d¨Orsay” que Haj Amin era considerado “el cerebro del espionaje alemán en todos los países musulmanes”.
Al día siguiente, la embajada francesa en El Cairo confirmó lo que de ahí en más se convirtió en política oficial. “El Muftí indudablemente ha traicionado la causa aliada,” decía el telegrama. “Pero más que nada ha traicionado a Gran Bretaña sin afectarnos directamente a nosotros. Nada nos obliga por lo tanto, a tomar ninguna medida que pudiera dañarnos con los países árabes”. El punto principal era que Haj Amin tenía el futuro de Palestina en sus manos en un momento en que “los problemas de Palestina permanecían abiertos”.
El 18 de mayo, en una nota catalogada de “Urgente”, Jean Chauvel, en esos momentos Secretario General del “Quai d’Orsay”, confirmaba al ministro de guerra que Haj Amin era “capaz de imponerse ante la comunidad musulmana”. Para 23 de mayo Chauvel había notificado a las embajadas relevantes que “a pesar de las fuertes acusaciones en su contra, Haj Amin debía ser tratado con una consideración especial”. Siendo el motivo su “prestigio religioso”. Un documento anónimo del 30 de mayo, aparentemente manuscrito por Chauvel, aseguraba que “en un momento en que la política (británica)… tiende a apartarnos completamente de Siria, debemos hacer uso de la importante personalidad que ha caído en nuestras manos y ante todo negarnos a entregarlo a nuestros amigos ingleses”.
Haj Amin fue alojado en una una villa de los suburbios de París. Lo acompañaban dos secretarios y un cocinero provisto por la mezquita de París. El mensajero del “Quai d’Orsay”, Henri Ponsot, un ex-Alto Comisionado y Embajador en Siria, quedó impresionado por “ese aire de dignidad y aristocracia” del Mufti, así como por su intelecto y su correcto francés. En cuanto a los crímenes de guerra, Haj Amin aludía no saber nada de los campos de exterminio y que jamás había oído hablar de “Karl Hichman” (versión distorsionada por Ponsot de Adolf Eichmann). Estando de acuerdo, Ponsot transmitió el punto de vista de Haj Amin de que como Inglaterra estaba imposibilitada “de librarse de la influencia que el mundo judío tenía sobre sus políticas”, Francia y los estados árabes tenían que ponerse de acuerdo para arreglar el futuro tanto de Siria como de Palestina.
Lo que ofrecía Haj Amin, informaba Ponsot el 26 de junio, era tanto una colaboración “positiva”, a cambio de la cual prometía aplacar la agitación general árabe respecto a Siria, o, lo que era igual de beneficioso, una colaboración “negativa”, en cuyo caso provocaría diversas crisis, tanto en Palestina, como en Egipto, Irak y Transjordania “en beneficio de nuestras propias políticas”. (Estas últimas palabras de Ponsot están levemente borroneadas del documento).
Para fines de julio, Haj Amin había sido trasladado a una confortable casa de campo en donde se le permitía recibir visitas, caminar bajo supervisión por el parque, e ir a París, donde el modisto Lanvin le confeccionó un traje civil. Los documentos infieren ayuda material y financiera, en medio de una atmósfera de creciente acercamiento. En un informe al “Quai d’Orsay” fechado el 14 de agosto referente a una visita al Mufti, Louis Massignon, el mas distinguido profesor orientalista de Francia, no pudo resistirse a transmitir confidencialmente que habían conversado en árabe y que el se había dirigido al Mufti como “za’imnaa”, esto es: nuestro líder. Haj Amin, escribió Massignon, “esta persuadido que puede estructurar una cooperación franco-árabe duradera”, y pedía permiso para recibir a diplomáticos árabes ya que “el tiempo apreta, si los sionistas atacan”.
Para estas alturas ya se hablaba en el Ministerio de dejar a Haj Amin en libertad. Si los británicos insistían en someterlo a juicio, comentaba Chauvel en octubre, “probablemente nos veremos obligados a filtrarlo directamente a Suiza”. En abril de 1946, la prensa francesa hacía público un documento de inspiración oficial anunciando que el gobierno no impediría la partida de Haj Amin hacia algún país árabe. Tomando la iniciativa, éste voló desde Orly hasta El Cairo en un avión de la TWA. Bajo el nombre de un colega que había estado con él en la Alemania nazi, y usando su flamante traje de Lanvin, viajó con un pasaporte sirio falso. Una vez en El Cairo, mantuvo entrevistas regulares con miembros de la misión francesa local, quienes alababan su “especial interés en las actividades culturales francesas” aunque también expresaban sus reservas respecto a su confiabilidad.
El 11 de octubre, Haj Amin emitió su agradecimiento oficial al gobierno francés por su hospitalidad y por la aprobación tácita de su fuga. En un anexo secreto, reiteraba su tema favorito: los gobiernos británico y norteamericano estaban en manos de los judíos, como lo había estado en Alemania, “donde gracias a la simpleza natural de sus líderes, los judíos, antes de Hitler, poseían todas las riendas de mando”. Ahora, les decía a los franceses, es la oportunidad para que “vuestra civilización, vuestra espiritualidad, y vuestro liberalismo” lleguen a un acuerdo con los árabes.
Desde El Cairo, Haj Amin marchó al Líbano. Todavía en contacto con la burocracia francesa, hizo cuanto pudo para orquestar su política “negativa” de violencia contra el emergente Estado de Israel, una política que desde entonces generó la ruina de los árabes palestinos y afectó adversamente a Medio Oriente.
Louis Massignon
Para sus contemporáneos, Louis Massignon expresaba la creencia de que Francia era, sin duda, un “Poder musulmán”- y que el deber de los judíos era el de acomodarse a la concepción que de ellos tenía el resto de la humanidad. Nacido en 1833, Massignon era un intrigante particularmente brillante; un fabulador con una personalidad lo suficientemente fuerte como para persuadir a sus interlocutores que las vueltas de su imaginación se correspondían con el mundo real. Desparramó así mistificación por todo el “Quai d’Orsay”, con un efecto prolongado.
En el Cairo y en Bagdad, antes de la Primera Guerra Mundial, Massignon aprendió las lenguas del Medio Oriente e inició la labor de investigación que culminó con una cátedra en el College de France y una creciente reputación de orientalista. Su especial interés escolástico era Mansur al-Hallaj, un místico shiita medieval que fuera en su momento torturado a muerte como hereje, en Bagdad, en el 922. Un amigo español, Luis de Cuadra, lo introdujo en el bajo mundo homosexual en El Cairo. Poco después, consumido por el remordimiento, tuvo una epifanía religiosa, una visión que tituló “el fuego divino”. Creía que él también tenía vocación religiosa, y que estaría acompañado en ella por el martirio de Jesús y al-Hallaj.
El matrimonio no interfirió para nada en los incesantes viajes, ni en el trabajo de Massignon.
Paul Claudel, un viejo amigo y testigo de su boda, le escribió desde Praga en febrero de 1911, “Serías un agente incomparable. Ya le hablé de ti a mi amigo Berthelot, a quien debo presentarte algún día”. Aunque los archivos Massignon en el “Quai d’Orsay” permanecen todavía cerrados, hay suficiente material del dominio público que demuestra que indudablemente actuaba como una suerte de embajador itinerante, encargado de misiones secretas y confidenciales. Generalmente identificado como cabeza de una “misión científica”, viajaba con pasaporte diplomático. Argelia, Marruecos y Siria estaban entre sus principales zonas de interés, admitiendo en uno de sus libros que había “navegado bajo falsos colores en Damasco, desde 1920 hasta 1945”.
En 1917, como miembro de la misión de Georges-Picot, Massignon estaba presente en la captura y entrada en Jerusalén de las fuerzas británicas. Así como, hemos visto, estaba también T. E. Lawrence. Comunicándose entre ellos en idioma árabe, estaban todos cortados por el mismo patrón; así como el propio Lawrence siempre sospechaba lo peor de los franceses, Massignon siempre sospechaba lo peor de los británicos.
Tanto para Massignon como para Claudel, los judíos eran un “misterio” teológico, y ambos conducían sus diálogos privados con Dios para llegar al soñado gran beneficio de la cristiandad. Se tomó su tiempo decidiendo cómo encajaba, o no, el Sionismo en sus esquemas católicos de las cosas. Trabajar la tierra podía ser redimible para algunos proletarios judíos, pero en la trastienda, advertía ya en 1920, estaba “el horrible Israel de los cosmopolitas, banqueros sin patria, que habían explotado el imperialismo anglosajón,… corroyéndole hasta los huesos”. De visita en Jerusalén y en Tel Aviv, en 1934, detectó “poderosas intervenciones financieras” que solamente servían para la supervivencia del Sionismo. Cada vez se le hizo más fuerte la convicción que solamente “un bloque franco/islámico” salvaría a Tierra Santa, y a todo Medio Oriente.
En un articulo de 1939, Massignon deploraba como “El Asquenismo germanizado había tomado el asunto palestino en sus manos, con la perfecta e implacable técnica del mas exasperante colonialismo; lentamente desplazando a los “nativos” árabes hacia el desierto”. Al estallar la guerra se encontraba bajo las órdenes de Giradoux, dirigiendo la propaganda en los países musulmanes. Su mentalidad de esa época queda expuesta en un comentario que hizo a un devoto alumno que se había convertido al Islam; “Mi país es el mundo árabe”. En la misma tónica había escrito antes a Claudel, “Es en Arabia, sin duda, donde (Dios) se alegra que algún día le sirva”. Como signo de mortificación, ayunaba durante el Ramadán.
Después de la guerra, Massignon hizo campaña -con apasionada furia- contra la creación del Estado de Israel. Cualquier arreglo que se hiciera con el Sionismo estaba, según él, intrínsecamente mal- la patria judía era “una imposición de la cual no debemos ser cómplices”- y servirá solamente para “convulsionar a nuestro Norte de África”.
No necesariamente una nación, el judaísmo no significa nada, a no ser que se exprese espiritualmente, y si esta espiritualidad es exclusiva, como están tratando que sea, en contra de los árabes musulmanes, será una catástrofe”. Fundo un Comité para ayudar a hacer “lobby” para esa causa y mas que nada para retener los sitios sagrados en manos franco/católicas. En un extenso artículo impreso, sostuvo que el infame libelo sanguinario que acusaba a los judíos de necesitar sangre cristiana para sus ritos tenía una base histórica auténtica.
El voto de las Naciones Unidas de 1947 en favor de la partición- al cual el “Quai d’Orsay” se adhirió- destrozó a Massignon. Sus frecuentes artículos en publicaciones católicas como Temoignage Chretien y L´Aube se tornaron plagados de religiosidad e histeria política.
Según él, el reconocimiento cristiano o árabe de Israel no tenía ningún valor jurídico.
El “Estado-sin-Mesías de Israel” se había formado a expensas de los árabes, quienes eran “víctimas de la repulsiva tecnología yanqui”. Obsesionado con la Virgen María, insistía en que “el mundo no conocerá justa paz hasta que Israel (los judíos) reconsidere su rechazo a la Madre de Jesús” De visita en el Estado de Israel, en 1949, sintió que “se le partía el corazón por la ignominia de los judíos”. Un enojado Claudel terminó con una amistad de toda la vida, escribiendo en su diario que Massignon “se había salido de sus casillas, como siempre”.
En 1950, en El Cairo, la ciudad donde descubrió su homosexualidad, Massignon tomó los sagrados hábitos, como cura de la Iglesia Melquita de Oriente. A su muerte, en 1963, muchos de sus colegas del “Quai d’Orsay” lamentaron la pérdida de un genio. Desde entonces y para siempre, las enseñanzas y el showmanship de Massignon han servido para reforzar al “Quai d’Orsay” en su predisposición colectiva a favor de los árabes y en su punto de vista de que está mucho mejor equipado para definir a los judíos, y ordenar su ruta, que los propios judíos.
“Un Ejemplo Pernicioso y Un Gran peligro”
El Estado de Israel, proclamado el 14 de mayo de 1948, fue reconocido formalmente por Francia recién un año más tarde.
Nominalmente victoriosa en la Segunda Guerra Mundial, Francia en realidad se asemejaba más a uno de los derrotados. Su lugar en el mundo tenía que rehacerse desde cero: lo mismo le pasaba ciertamente al “Quai d’Orsay”.
En 1945, se admitieron a la “carrera” entre 100 y 200 antiguos combatientes o miembros de la resistencia, sin rendir examen alguno. Ese año también vio la fundación de la Ecole Nationale d’Administracion (ENA), con el propósito de entrenar a los funcionarios civiles; un puñado de sus graduados se convertirían en diplomáticos. En teoría esta era una nueva dispensa, en la práctica la antigua mentalidad institucional permanecía intacta, En lo referente a Medio Oriente, el Sionismo era considerado, más que nunca, como un peligro para las conveniencias diplomáticas francesas que sostenían que las relaciones con los países árabes serían mucho mas llevaderas y equitativas.
Hay numerosas pruebas de esta persistente actitud. Como tímidamente observa el historiador Jean-Baptiste Duroselle, el primer Ministro de Relaciones Exteriores de la posguerra, Georges Bidault, era “receptivo a los argumentos de los islamistas del “Quai d’Orsay”.”Christian Pineau, un posterior Ministro de Relaciones Exteriores con buena disposición hacia Israel (y, de casualidad, yerno de Jean Giradoux), se franquearía en su autobiografía, describiendo la política del “Quai d’Orsay” hacia Medio Oriente como caracterizada por una motivación antisemita “mas o menos consciente”. Chauvel, el Secretario General, advertía a los periodistas en contra de Pineau y hacía lo que podía para tratar de frustrar sus iniciativas. En sus propias memorias Chauvel escribe el revelador comentario que al terminar la guerra, “judíos y comunistas, antiguamente intocables y frecuentemente exiliados o viviendo escondidos, habían sido reintegrados con honores en la comunidad”.
Los archivos también sacan a la luz las predisposiciones del “Quai d’Orsay”. En los primeros meses de 1945 se creó un comité para “examinar los diversos problemas referentes a la cuestión judía”. Dicho comité parecía una resaca de Vichy. Su presidente, Henri Ponsot, considerado como una de las autoridades más eminentes en materia de Medio Oriente, visitaba regularmente al muftí, Haj Amin, para cortejarlo y promoverlo. El Holocausto y sus consecuencias figuran en los archivos solamente bajo una mención periférica, con estilo eufemista. El siguiente es un informe sobre los prospectos de la posguerra fechado el 15 de abril de 1945:
“Es factible que muchos israelíes que fueron forzados, bajo presión, a abandonar sus países de origen o sus residencias no quieran volver a ellos. Por un lado, nos podemos preguntar si sería conveniente incluir en los tratados de paz cláusulas minoritarias a favor de los israelíes, y por otro lado parece recomendable apoyar de alguna que otra forma su radicación, ya sea en Palestina o en algún otro territorio que se decida.”
El comité rápidamente concluyó que el Sionismo se enfrentaba a “obstáculos enormes” y que Palestina no era el lugar apropiado para un estado judío.
Los sionistas que mantenían contacto con diplomáticos franceses eran vilipendiados o tratados sin ninguna condescendencia en varios documentos. Sobre David Ben-Gurion se decía que era “ávido de ambiciones”. En el margen superior derecho de un manuscrito un manuscrito personal se leen las palabras: “Nacionalidad: Judío”. El dossier de Moshe Shertok (luego Sharett) lleva la misma identificación, y en una nota aparte se lee: “como todos sus compatriotas es altamente ducho como periodista de propaganda, pero mucho menos como político”. Abba Eban “tiene el don de hacerse el ofendido y de distorsionar los hechos” Sobre Menajem Beguin, el cónsul francés en Haifa, Pierre Landy, escribía: “de modesta apariencia, posee el aspecto humilde de un pequeño comerciante”.
Los representantes franceses en El Cairo, Beirut, Damasco y Amman, insistían con cada vez mas urgencia que cualquier respaldo al Sionismo o al naciente Estado de Israel estaba destinado a irritar el nacionalismo árabe y, por lo tanto, a dañar los intereses franceses.
Los problemas morales, reales o equivocados, no eran como para tener en cuenta; el poder estaba en juego. Armand du Chayla, Ministro en el Líbano, comparaba el proyectado Estado judío con el Japón de la guerra; “sus exacerbadas ansias de poder” -decía- estaban destinadas a generar otra catástrofe. Otros miembros del departamento basaban sus opiniones en la supuesta necesidad de proteger la presencia cultural y religiosa de Francia en Tierra Santa.
A pesar que Francia finalmente votó a favor de la partición, previamente utilizó todas las medidas diplomáticas que estaban a su alcance, tanto en las Naciones Unidos como en cualquier otro lado, para evitar o demorar ese voto. Alexander Parodi, su delegado ante las Naciones Unidas, explicaría más tarde que su país había estado motivado por el deseo de mantener buenas relaciones con el mundo árabe. De ser así, el voto final a favor de la partición era solo una parodia, como lo señalaba un funcionario anónimo del “Quai d’Orsay” al Ministro de Relaciones Exteriores, escribiendo que Francia era ahora una “republica bananera”, incapaz de mantenerse firme contra Gran Bretaña (que, en cambio, se había abstenido de votar).
En una entrada en su diario personal, fechada 29 de junio de 1948, seis semanas después de que Israel se declarara como Estado, Vincent Auriol, en ese momento Presidente de la República, relata un encuentro con Parodi. Este último mantenía entonces la posición de que un estado judío en medio del mundo árabe era una garantía de estabilidad, por lo tanto p ositivo para los intereses franceses, pero que las cosas debieron de haberse conducido de forma de evitar cualquier sensación de una derrota para los árabes. Sin duda debido a alguna de estas consideraciones, Francia le negaría el reconocimiento “de facto” a Israel hasta enero de 1949; el reconocimiento “de jure” vino después, cuatro meses más tarde.
Rene Neuville fue el Cónsul General en Jerusalén desde 1946 hasta 1952. Sin duda inteligente,era de una mente tan cerrada como sincera. Su incapacidad de llegar a aceptar la idea de un Estado judío es un caso de estudio sobre la formación de las políticas del “Quai d’Orsay”.
Los judíos, escribe Neuville en un abultado despacho fechado 12 de abril de 1947, eran “racistas sí o sí… muy similares a sus perseguidores alemanes, a pesar de sus pretensiones democráticas”.
Desde los tiempos bíblicos en adelante, se las han ingeniado para inculcarse ellos mismos la convicción de ser el pueblo elegido de Dios, y gracias a esto han desarrollado una xenofobia y un fanatismo que no puede adjudicarse simplemente a un sentir nacional. La prensa sionista, afirmaba luego, “demuestra sin lugar a la mas mínima duda los rasgos ancestrales de un estado mental completamente oriental” A los judíos no había que permitirles bajo ningún motivo control alguno sobre los lugares sagrados y había que negarles convertirse en un estado, sostenían.
En un informe escrito en términos bastante similares, fechado el 4 de abril de 1948, Neuville advertía que la fundación de un estado judío significaría la muerte de todas las esperanzas puestas en las Naciones Unidas, una victoria del “oscurantismo sobre el iluminismo… un ejemplo pernicioso y un gran peligro”. Al mismo tiempo Neuville preveía una victoria árabe en las hostilidades que se desarrollarían, temiendo a su vez que esto acarrearía el peligro de una mayor militancia árabe en el Noráfrica francés.
En abril de 1950, Neuville acompañó a su superior Jean Binoche en una visita de una semana a través de Israel. En una nota al “Quai d’Orsay”, Binoche describe a Neuville diciendo que “es susceptible, fogoso y amargo, pero poseedor de un ardor que me cuesta encontrar en la gente de nuestra casa”. Recomendaba mantener a Neuville controlado, agregando la idea de llevarlo a conferenciar en París junto con los embajadores tanto en Israel como en Jordania. “Hoy”, según el iluso Binoche, “es indispensable que el departamento defina claramente la línea política de Francia”.
Aprovechándose
El golpe de estado que fuera protagonizado en el Cairo en 1952 por Gamal Abdel Nasser junto con otros autotitulados “Oficiales Libres” transformó el nacionalismo árabe y el pan-islamismo en causas populares. En cada país árabe tras otro, especialmente en el Norte de Africa francés, los reclamos de poder rápidamente imitaron a Nasser. Uno de ellos fue el Frente de Liberación Nacional –FLN– en Argelia.
En noviembre de 1954, una serie de violentos atentados terroristas señalaron el comienzo de la campaña del FLN por la independencia. La emisora radial de Nasser, “la Voz de los Árabes” incitaba a sumarse al FLN; sus cabecillas tenían sus cuarteles en El Cairo, Nasser les facilitaba armas clandestinamente. Con una duración de ocho largos y sangrientos años, el conflicto produjo algo similar a una guerra civil en Francia misma, y terminó con el regreso del General de Gaulle al poder. Mientras tanto, las idas y venidas de la política francesa tuvieron imprevistas y dramáticas repercusiones que afectaron la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Como uno de los principales objetivos de Nasser y del nacionalismo árabe, Israel sorpresivamente adquirió una serie de intereses comunes con Francia – o más bien con algunos de los tomadores franceses de decisiones. Así fue que el Ministerio de Defensa y los comandantes de las Fuerzas Armadas colaboraron incondicionalmente con Israel con el convencimiento de que al así hacerlo ayudarían a derrocar a Nasser y a preservar a la Argelia francesa. Aparte de algunas publicaciones hostiles católicas, los medios también apoyaban a Israel, así como la opinión pública en general. El sentimiento de culpa por las deportaciones realizadas durante la guerra tenía -en esto- un gran peso; así como la admiración por el espíritu de autodeterminación de Israel. Todo esto constituía un abierto, aunque parcial, repudio al “Quai d’Orsay” y a su enquistado pro-arabismo.
Solamente la venta de armas confería alguna importancia a Francia en Medio Oriente.
Desde el punto de vista israelí, el abastecimiento de aviones, tanques y artillería pesada era urgente para impedir que Nasser aprovechara la ventaja militar que le suministraba la Unión Soviética. Mientras tanto, los Estados Unidos y Gran Bretaña se refugiaron tras una declaración que se negaba a suministrar armas a las partes beligerantes de la región.
Los fabricantes franceses de armas y el Ministerio de Defensa se apresuraron entonces abastecer a Israel. Por su lado, el “Quai d’Orsay” hizo todo lo que estuvo a su alcance para para bloquear dichas ventas o para asegurarse que las mismas fueran tan mínimas como para no resultar efectivas.
La interna inter-ministerial tenía algo de conspiratorio. Pierre- Etiene Gilbert, embajador en Israel desde 1953 hasta 1959 y un ser absolutamente excepcional entre sus colegas, fue el primer diplomático francés en admirar públicamente al Estado de Israel. Gilles reunió al personal de defensa israelí con su contrapartida francesa: Maurice Bourges- Maunory, el Ministro de Defensa, y Abel Thomas, su jefe de personal. En “Comment Israel fut sauvé” (Como se Salvó Israel), Thomas recuerda “nuestras peleas y nuestras chicanas con el “Quai d’Orsay”” y como “se acordó que la administración del “Quai” no sería de ninguna manera involucrada” en las políticas concernientes a Israel. Como consecuencia, el “Quai d’Orsay” reaccionó con comprensible enojo y frustración; en marzo de 1956, Pierre Maillard, del Departamento de África/Levante, informó a un interlocutor israelí que los acuerdos de armas Franco-Israelíes eran una aberración, y que no había ninguna base de cooperación entre ambos países.
El tratado militar de septiembre de 1955 entre Egipto y Checoslovaquia, seguido por la nacionalización del Canal de Suez, fueron hechos trascendentales de la trayectoria de Nasser. Los gobiernos franceses e israelíes tenían una misma opinión: solamente una guerra preventiva podía eliminar el peligro que Nasser representaba para ambos. El Primer Ministro Ge Mollet se esforzó por tratar de persuadir a los dubitativos británicos a sumarse a lo que sería la conspiración real tras la campaña de Suez de 1956. Hay una clara advertencia en la recomendación del Ministro de Relaciones Exteriores Pineau al Ministro de Defensa: “Principalmente, ni una palabra al “Quai d’Orsay””.
Pero la animosidad y los secretos entre aquellos que tomaban decisiones vitales no podía, y no pudo, derivar en una coordinación eficiente. Desgraciadamente, intervinieron los Estados Unidos, obligando a los británicos y franceses a retirar sus fuerzas invasoras, para luego forzar a Israel a evacuar la Península de Sinai y la Franja de Gaza. En 1957, en un gesto compensatorio, Francia acordó construir a Israel una planta nuclear en Simona, con instalaciones mucho más avanzadas que las que tenían los mismos franceses. Desde ese momento en adelante, las relaciones franco/israelíes declinaron en pasos sucesivos e inexorables.
La emergencia de Nasser como el político que salió victorioso de la campaña de Suez encendió al nacionalismo árabe hasta convertirlo en la ideología principal del Medio Oriente. El FLN evidentemente ganaría luego el poder en Argelia y el ejército francés lo perdería. En 1958, emergiendo de su retiro, de Gaulle, una vez más, asumió el rol del “salvador” nacional. A medida que la campaña de Suez ingresaba en la Quinta República, la disputa árabe/israelí se fue transformando en uno de los temas internacionales mas complejos. Metódicamente, el “Quai d’Orsay” comenzó el despegue francés de Israel. En 1959, en un gesto hacia el boicot económico árabe, logró cancelar un contrato para el armado bajo licencia de automóviles Renault en Haifa. Al año siguiente, Ben Gurion se encontró con de Gaulle en el Palacio del Elíseo; el “Quai d’Orsay” hizo todo para asegurarse que ello no fuera considerado como una visita de estado, y que la bandera de Israel no flameara en el hotel donde se alojó el visitante israelí.
En un informe oficial presentado a de Gaulle en 1963, Jean Chauvel escribió que Israel desplegaba un “carácter heterogéneo en relación a todo lo que la rodeaba”. Este eufemismo hacia la presencia israelí lo llevó a la conclusión que, si las buenas relaciones franco/israelíes “de ninguna manera dan crédito a Francia en Arabia”, una mayor cooperación entre árabes y franceses “es no solamente aceptable, sino deseada”. Bajo Maurice Couve de Murville, el largamente activo Ministro de Relaciones Exteriores de de Gaulle y un duro crítico de la campaña de Suez (y defensor de la independencia de Argelia), el “Quai d’Orsay” se vengó de los años de Pineau, como lo atestiguan los historiadores Samir Kassir y Farouk Mardam – Bey, reafirmando su antigua “política musulmana”.
El tema fue que la Constitución de la Quinta República había cedido la conducción de la política exterior al Presidente, con el resultado de que el rol del “Quai ’Orsay” quedó reducido al de consejo y administración. Siempre peculiar, de Gaulle encaró una política basada más en su personalidad que en la realidad. Aunque hay numerosos testimonios sobre su declarada admiración por Israel y sus logros, también es cierto que en una época estuvo influenciado por Charles Maurras, un ardiente enemigo de los judíos. Con respecto a los árabes, el embajador Gilbert cita a de Gaulle como diciendo que eran “pura pasión, algunas veces demenciales. ¿Que se puede hacer con eso?” Lo más probable es que su más profunda convicción fuera que tanto los judíos como los árabes, así como todo el mundo, tenían que cumplir con las consignas emanadas de él mismo.
Principalmente,de Gaulle aspiraba a obtener el status de gran potencia para Francia, y con ese fin buscaba maniobrar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, poniendo a unos en contra de los otros y eventualmente retirando a Francia de la OTAN. Su esperanza fue que esta categoría de neutralidad militante alineara a todo el tercer mundo tras él. Pineau, el antiguo Ministro de Relaciones Exteriores, hablaba por muchos al afirmar que de Gaulle sentía “un odio moral” hacia Gran Bretaña y los Estados Unidos. Cada vez más resentido por la proyección de poder que iba adquiriendo esta última potencia en Medio Oriente, de Gaulle suspendió toda ayuda a la planta nuclear de Israel; emprendió un juego “del gato y el ratón” sobre el suministro de armas y aviones a Israel; y después de firmar un tratado de paz con Argelia, dio instrucciones a su Embajador en el Cairo para que adoptara “una actitud más liberal hacia Nasser”. Cuando Abba Eban, el Ministro de Relaciones Exteriores israelí, a principios de 1966 expresó su ansiedad por las relaciones de Israel con Francia, un irritado Couve de Murville replicó que “El General de Gaulle no tiene que estar palmándolo constantemente en el hombro, para reasegurarlo”.
Debido a una serie de cálculos políticos y militares equivocados, Nasser precipitó la Guerra de los Seis Días, en 1967. Durante los momentos previos al desenlace de la crisis, Francia embargó el envío de armas ofensivas a Medio Oriente, una movida que solo afectaba a Israel. En un encuentro con Abba Eban, de Gaulle le advirtió que no disparara el primer tiro. (“¡No me escuchan!” exclamó furioso y con su orgullo resentido, unos días después). También le dijo al Primer Ministro Británico Harold Wilson que Occidente le agradecería algún día por haber permanecido como “la única potencia occidental que mantiene alguna influencia hacia los gobiernos árabes”.
Después de la guerra, Roger Seydoux, luego Representante Permanente de Francia ante las Naciones Unidas, no se demoró en declarar que la reunificación de Jerusalén por parte de Israel era “inoportuna y carecía de fundamento jurídico”. Ese noviembre, de Gaulle -hablando en público- dijo que los judíos eran “gente elitista, seguros de sí mismos y dominantes”, y poseedores de “una devoradora ambición de poder”. En el escándalo que siguiera a esas declaraciones, de Gaulle pretendió suavizar sus comentarios diciendo que los había dicho como “cumplidos”.
En enero de 1969, en represalia contra los secuestradores palestinos que operaban desde el Líbano, comandos israelíes dinamitaron trece aviones civiles en Beirut. Nadie resultó herido en este prácticamente simbólico acto. “Es inconcebible, sin ningún sentido,” tronó de Gaulle, “Piensan que pueden hacer lo que quieren”. El embargo de armas fue entonces extendido a todo armamento, tanto defensivo como ofensivo. Francia, por lo tanto, renunció a cualquier influencia que pudiera haber tenido sobre Israel (como alegó en ese momento el pensador político Raymon Aron, en el transcurso de una fuerte polémica).
Mientras tanto, Rene Massigli, un altamente respetado ex embajador en Londres y luego Secretario General del “Quai d’Orsay”, habló en nombre de la comunidad de relaciones exteriores, repitiendo la muletilla de que los judíos franceses que respaldaban a Israel eran culpables de “doble lealtad”.
A pesar de que de Gaulle en una época desconfiaba del “Quai d’Orsay” terminó hablando en Francia del “poder musulmán”. En sus Memorias surge el siguiente juicio sumario:
“ningún estado de cosas estratégicas, políticas o económicas (en Medio Oriente) será duradero sin el respaldo árabe”. Pero su autosuficiencia había empantanado a su país en contradicciones, prejuicios y rencores. Francois Mauriac, Premio Nobel y ferviente gaullista, escribía en 1969: “He visto a gente enloquecerse debido a la política del General respecto a Jerusalén”. Había ganado el “Quai d’Orsay”, pero resultó una victoria pírrica.
Contradicciones Terminales
Durante la presidencia de Miterrand, el Quai d’Orsay fue la principal institución europea proárabe y antiisraelí
A medida que la inmigración árabe en Francia se incrementaba, sus sucesivos presidentes continuaron con la política de de Gaulle de lograr una asociación cercana entre Francia y los estados árabes. Durante las décadas posteriores a la guerra de 1967, Francia fue alimentando la ambición de liderar lo que sería la Unión Europea y la formación de un bloque lo suficientemente poderoso como para rivalizar con los Estados Unidos.
Siguiendo esta idea, el principal objetivo hacia Medio Oriente era el de lograr una paz que satisficiera las demandas árabes respecto de Israel para así eliminar la influencia norteamericana.
Una relación fluida con los árabes resultaba complicada tanto por los propios intereses franceses, como por el resentimiento árabe por la pérdida de una herencia que se considera gloriosa. A pesar de lo cual se tomaron diversas medidas. Incluyendo la suscripción de contratos petroleros favorables, especialmente en la postrimerías de la guerra de 1973 y del embargo de la OPEP; la venta de aviones de combate Mirage a Libia; y la construcción del reactor nuclear de Osirak, para Irak; el voto en las Naciones Unidas acusando a Israel de cometer crímenes de guerra en los territorios ocupados; la negativa al derecho de aterrizaje a aviones norteamericanos durante la guerra del Yom Kippur, de 1973; la autorización a la OLP de abrir una representación en París, con la consiguiente recepción a Yasser Arafat en el Palacio del Elíseo; e iniciativas diplomáticas destinadas a tratar de proteger a Saddam Hussein de las consecuencias de sus múltiples agresiones. Con la sola excepción de la Unión Soviética, ningún país del mundo hizo más que Francia para promover un estado de la OLP, y por consiguiente para amenazar la existencia de Israel.
Las políticas antiisraelíes se endurecieron bajo el mandato del Presidente Georges Pompidu, que gobernó desde 1969 hasta su repentina muerte en 1974, así como con su sucesor, Valery Giscard d’Estaing. El primero probablemente no era más pro-árabe que su mentor, de Gaulle. El último, tampoco parece haber tenido nada personal en contra de los judíos o Israel. Aún así, bajo su presidencia, desde 1974 hasta 1981, se intensificó el daño hecho hacia ellos, en favor de los árabes. Al comienzo de la gestión de Giscard, y obviamente bajo sus instrucciones, el “Quai d’Orsay” emitió un comunicado influenciado por la OLP, asegurando que para lograr una justa y duradera paz en Medio Oriente había que satisfacer las aspiraciones legítimas de los palestinos.
Seguidamente envió a su canciller, Jean Sauvagnargues, al Líbano para mantener un encuentro oficial con Arafat; el Secretario General del “Quai d’Orsay” asistió seguidamente a la OLP para la apertura de sus oficinas en París. En un misterioso incidente, Abu Daoud, un terrorista que encabezó el grupo responsable del asesinato de los atletas israelíes en Munich, fue arrestado en París, para ser casi simultáneamente liberado en Argelia. Giscard invitó a Arafat a realizar una visita oficial a París.
La guerra de 1973 amplió la grieta existente entre los aliados occidentales. Situando a los países de la Comunidad Europea contra los Estados Unidos, Giscard se negó a interrumpir la finalización de la construcción de la planta nuclear en Irak y al mismo tiempo comenzó activamente a remplazar a la debilitada Unión Soviética como principal proveedor de armas a Egipto y Siria. Con un lenguaje idéntico al de la OLP, criticó el tratado de paz entre Egipto e Israel suscripto en Camp David, en 1978. El analista Maurice Szafran habla de “guerra abierta” entre los judíos franceses y Giscard.
Los Ministros de Relaciones Exteriores de este período respaldaban el favoritismo francés hacia los estados árabes. De todos ellos, el mas obtuso fue Michel Jobert, quien se hizo cargo del “Quai d’Orsay” en 1973. Nacido en Marruecos, hablaba árabe fluídamente y había escrito una novela, situada en su pueblo Meknes, que describía a personajes judíos que eran impresentables. La política exterior francesa, solía explicar Jobert, no era pro árabe sino simplemente “activa, un justo reflejo de los intereses de Francia” en la zona árabe del mundo.
El sucesor de Giscard como presidente, Francois Miterrand –que fuera fascista en los treinta, funcionario de Vichy, gaullista y socialista- era un hombre política, moral y personalmente discutible. Su presidencia desde 1981 hasta 1995 llevó el sello de su personalidad oportunista y de su cínica inteligencia. Rápidamente, Miterrand demostró lo que Le Monde catalogó como su “talento para las triquiñuelas”.
Miterrand había visitado Israel y quería recobrar las buenas relaciones con Jerusalén. Pero como lo atestigua su secretario Jacques Attali en su diario personal (Verbatim) Miterrand “se cubrió” ordenando a dos de sus subalternos en relaciones exteriores, Hubert Vedrine (futuro canciller) y Claude de Kemoularia, que hicieran un recorrido por las embajadas árabes en París explicando que “los buenos contactos entre Francia e Israel van a resultar favorables a ustedes”. El acercamiento hipócrita de Miterrand quedó evidenciado en su condena a Israel por la destrucción de la planta nuclear iraquí en 1982, seguida de un adulador discurso ante el Knesset, unos meses mas tarde, o por su airada propuesta de crear una federación entre Jordania, Israel y Palestina Árabe lo que era incompatible con su rol de proteger a Arafat de las consecuencias de sus múltiples campañas de violencia y caos terrorista.
Con su cinismo característico, Miterrand mantuvo al “Quai d’Orsay” como el principal “lobby” europeo pro-árabe y anti-israelí. Kemourlalia, a quien se le encargaban los temas confidenciales, tenía conexiones cercanas con Arabia Saudita. Durante los tres primeros años del período de Miterrand, el Ministro de Relaciones Exteriores fue Claude Cheysson, cuya hostilidad hacia Israel era de la misma intensidad que su amistad con los representantes de la OLP, como Naim Khadir, en Bruselas. “Mi condena al Sionismo es absoluta” diría, una vez alejado de su puesto oficial. “El estado de Israel se creó a sí mismo en contra de la voluntad del resto del mundo”.
Roland Dumas siguió a Cheysson en 1984. A los tres meses de haber asumido visitó a Arafat en Túnez, donde el líder de la OLP estaba refugiado luego de su forzada evacuación de Beirut. Como abogado, Dumas había ayudado en la defensa de Hilarion Capucci, un sacerdote ortodoxo griego capturado contrabandeando armas para la OLP, habiendo también desempeñado un papel importante en la salida del país del terrorista Abu Daoud en los setentas. La piratería aérea, declararía a la prensa, en diciembre de 1984, “es la única salida que tiene la resistencia palestina para golpear a la indiferencia internacional”.
Bajo Cheysson, el Secretario General del “Quai d’Orsay” fue Francis Gutmann, catapultado al ministerio desde un anterior puesto en la Cruz Roja. Colega de Jobert, era poseedor de impecables credenciales arabistas. Luego el puesto pasó a otro arabista, Bertrand Dufourcq, que había formado parte del gabinete de Couve de Murville, Cheysson, y Dumas. Documentos de la OLP que fueron secuestrados por el ejército israelí en Beirut en 1982 demuestran que los diplomáticos franceses y sus informantes, tanto en Tel Aviv como en Damasco, habían estado filtrando información sobre la inminente operación israelí...
En 1987, salió a la luz que el “Quai d’Orsay” subsidiaba a un lobby árabe, el Cercle France-Pays Arabes. A cambio de dichos favores, ostensiblemente, Arafat llegó a afirmar luego de otra visita oficial a París, en 1989, que las cláusulas de la Carta de la OLP, llamando a la destrucción de Israel quedaban “caducas”, nulas y desaparecidas. Como lo demostrarían los hechos, este inesperado despliegue de ingenio diplomático francés resultaría ser tan solo una promesa vacua.
Jacques Chirac, comenzó su carrera durante los gobiernos de de Gaulle y Pompidou, convirtiéndose en Primer Ministro tanto bajo Giscard como bajo Miterrand, antes de ser elegido presidente en 1996. A través de as diversas crisis sobre Medio Oriente durante su gestión, Chirac no ha hecho más que imitar a sus predecesores tomando partido en contra de los “Anglosajones”, una frase al estilo Vichy, lo suficientemente amplia como para incluir en ella a los Estados Unidos, a Gran Bretaña, y a todo aquel que sea percibido como atravesándose en el camino de Francia.
En abril de 1996, durante un discurso en el Cairo, Chirac afirmó que Francia tenía toda la intención de continuar con su tradicional política respecto a Medio Oriente, con renovado vigor. De visita en Jerusalén ese mes de octubre, y paseando por la Ciudad Vieja, Chirac acusó a los guardias de seguridad israelíes de presionarlo, empujándolos de mal modo, con un gesto que fue tan simbólico como físico. En su siguiente escala, en Ramallah, declaró que la democracia palestina de Arafat debía de servir como ejemplo para los demás países árabes. Siguiendo viaje hacia Amman en Jordania, denunció las sanciones de Occidente a Saddam Hussein, con quien mantenía una relación amistosa desde mitad de los setenta. Le aconsejó a Arafat no firmar los acuerdos de Camp David del 2000.
Respaldando a Arafat y a Saddam. Francia estaba claramente intentando ubicarse en una posición de privilegio en territorios donde antes había imperado la supremacía británica y donde actualmente los Estados Unidos tenían la responsabilidad de mantener la paz.
El final del proceso de paz de Oslo y el estallido de la intifada de 2000; el fracaso de los inspectores de armamentos de las Naciones Unidas en Irak; el embrollo sobre la resolución 1441 de la ONU; y la posterior invasión a Irak en 2003- motivaban a Chirac y a su administración a una prolongada actividad diplomática en persecución de este “gran designio”. Los resultados han sido bastante menos que positivos.
Recientemente el “Quai d’Orsay” condenó los esfuerzos israelíes para contener al Hizballah en el sur del Líbano, y criticó la anexión de la Tumba de Raquel, cerca de Belén.
El Ministerio de Relaciones Exteriores trabó los esfuerzos para bloquear los mensajes de odio hacia los judíos que eran transmitidos por la estación televisiva de Hizballah, al-Manar, irradiados desde un satélite con base en París,y el gobierno francés aun se rehúsa - tercamente- a reconocer a Hizballah como una organización terrorista. Sophie Pommier, la encargada oficial de monitorear las negociaciones israelíes-palestinas, demuestra el estado emocional con que se involucra en su labor cubriendo las paredes de su oficina con retratos de Arafat. Los consulados franceses tienen prohibido reconocer los matrimonios consagrados por rabinos del West Bank. Jacques Huntziger, embajador francés en Israel, golpeó su puño contra el escritorio y abandonó la habitación cuando los padres de tres soldados israelíes capturados por Hizballah le rogaron que intercediera en su favor, luego de una visita de Chirac al Líbano. Gerard Araud, el actual embajador francés, declaró en diciembre de 2004 que “los israelíes sufren de una neurosis, de un verdadero desorden mental que los vuelve antifranceses”.
En una comida oficial en Londres, Daniel Bernard, embajador francés en Inglaterra y anteriormente el vocero oficial del “Quai d’Orsay”, se refirió a Israel como a “un paisito de mierda”. Y así siguen las anécdotas.
Como todas estas verdaderas nimiedades lo sugieren, Francia carece hoy de los recursos y de la influencia necesaria para poder suplantar a los Estados Unidos, o para enrolar al mundo árabe en su pretensión de crear un estado palestino o de desmantelar a Israel. Peor aún, sus intrigas le han explotado en la propia cara. Sus instrumentos elegidos, Saddam Hussein y Arafat, demostraron -ambos- no ser confiables: el respaldo al primero era evidentemente una maniobra francesa para tratar de aprovecharse y enriquecerse del programa “petróleo por alimentos” de la ONU que hizo palidecer hasta la corrupción de la era Miterrand, y el respaldo al último tiene sus raíces en maniobras oscuras, negociados, y en un fuerte anti-norteamericanismo emocional.
En Medio Oriente, Francia pisoteó cualquier buen nivel que alguna vez pudo alcanzar.
En casa, mientras tanto, ha tenido que aceptar la presencia creciente de una pupérrima población árabe, cuyo resentimiento y tendencia a la violencia ha sido generada en buena medida por la hostilidad inflexible desplegada por el estado francés contra la auto-determinación judía. La búsqueda de une puissance musulmane, encapsulando a árabes y judíos en un gran diseño bajo los designios de Francia, ha resultado ser solamente una gran ilusión desde sus comienzos, altamente peligrosa, por lo demás, para todas las partes a quienes ella concierne.
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