El ‘efecto Al Qaeda’ se ha diluido en un universo ‘yihadista’, y se han multiplicado los potenciales activistas
El intento, por parte de un joven nigeriano que dijo tener vínculos con Al Qaeda, de hacer detonar una bomba en un avión que se disponía a aterrizar en Detroit el pasado 25 de diciembre; el atentado perpetrado cinco días más tarde por un agente doble contra la base de observación de la CIA en Khost (Afganistán), que costó la vida a siete agentes e hirió de gravedad a seis más, y el secuestro de cooperantes occidentales en la región del Sahel han puesto de nuevo sobre la mesa la amenaza del terrorismo internacional y, en particular, de la organización encabezada por Osama bin Laden y Ayman Al Zawahiri.
La reiteración de la amenaza pone de manifiesto la ineficacia de las medidas adoptadas hasta el momento para combatir el terrorismo internacional: intervenciones militares convencionales, coordinación de las fuerzas de seguridad, aumento de la seguridad en los aeropuertos y restricción de las libertades.
Sin duda, la coordinación y la acción policial y judicial son imprescindibles, pero uno duda de la eficacia del resto de medidas incluyendo la que pretende reducir la presión militar en Afganistán mediante los asesinatos selectivos perpetrados con aviones no pilotados y que, a menudo, causan un gran número de víctimas civiles, lo que no hace más que dar nuevos elementos de legitimidad a los talibanes.
En este combate contra Al Qaeda, habría que poner un cierto énfasis en la evolución del terrorismo internacional desde el 2001. Se asocia, acertadamente, la aparición de Al Qaeda con la guerra que los mujaidines afganos libraron contra el Ejército Rojo en los años 80. Pero de esa Al Qaeda queda muy poco a estas alturas, porque los principios predicados por el teórico de la yihad Abdalà Azzam –muerto en atentado en Peshawar en 1989 en circunstancias nunca aclaradas– no han podido superar la contradicción entre globalización y nacionalismo.
Desde mediados de los años 90, las distintas declaraciones programáticas de Al Qaeda apelan a la solidaridad de la comunidad islámica –umma–; ponen el énfasis global contra los valores occidentales, representados básicamente por EEUU y sus aliados, y llaman a golpear a los «cruzados» en cualquier lugar del mundo. Sus primeros atentados (1993-2001) siguen este patrón.
Paralelamente, la organización de Bin Laden intenta estar presente en todos los escenarios de conflicto donde está implicada población musulmana (Bosnia, Cachemira, Chechenia, Afganistán, Irak...). Esta presencia multiplica la capacidad de penetración de sus discursos y, tras el 11-S, convierte a Al Qaeda en un icono que actúa a través de franquicias para socializar el terror. Pero, al mismo tiempo, su presencia genera reacciones contrarias en grupos armados que, sin rechazar el carácter global de la yihad, dan prioridad a los objetivos de liberación nacional y ven como un obstáculo para alcanzarlos la ingerencia de los «árabes» de Al Qaeda.
El caso más conocido es el de Irak, donde las milicias sunís pasaron de una alianza inicial con Al Qaeda a combatirla con la misma intensidad que a las fuerzas de ocupación. En Palestina, los intentos de Al Qaeda para estar presente en Gaza han fracasado ante la contundente respuesta de Hamás. Por otro lado, el sectarismo wahabí de Al Qaeda, que ha causado más víctimas musulmanas que occidentales, dificulta su expansión y la hace imposible en países chiís.
En conclusión, la amenaza del terrorismo internacional está hoy más presente que nunca, pero también es más compleja. Muchos grupos radicales han asumido el concepto de yihad global desde realidades territoriales, pero rechazan el liderazgo de Al Qaeda porque representa un obstáculo para sus objetivos nacionales más inmediatos. Así pues, el efecto Al Qaeda se ha diluido en un universo yihadista –lo que ha contribuido a multiplicar los potenciales activistas–, que, sin embargo, cuaja y toma fuerza en conflictos locales. Paralelamente, la creciente ausencia del Estado en amplias regiones del mundo favorece la multiplicación de estos grupos –vinculados directamente o no con Al Qaeda– en Yemen, el Sahel, Somalia, en la región pastún a caballo entre Pakistán y Afganistán..., globalizando la yihad.
Así pues, para hacer frente a las nuevas amenazas, se deberían reforzar las políticas multilaterales para resolver los principales conflictos territoriales y ser más exigentes con aliados que, muy a menudo, son un ejemplo de discriminación de género y de conculcación de las libertades, de los valores democráticos y de los derechos humanos. El verdadero combate de fondo es ideológico y de valores –lo que también implica, básicamente, a los regímenes musulmanes– y este puede perderse –si no se está perdiendo ya– en la medida en que se caiga en la trampa de intercambiar libertades por seguridad, de confiar solo en las acciones militares convencionales, de mantener ciertas alianzas éticamente inaceptables con países que, además, son el origen de la financiación del yihadismo, y de alimentar un régimen de exclusión y de sospecha sobre los colectivos de inmigrantes musulmanes.
Antoni Segura - Catedrático de Historia de la UB.
El Periódico.com
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